Trece supersticiosos y dos escépticos

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     Del cuchillo y cómo opera
      
     No soy supersticioso: el supersticioso es el cuchillo, no cualquier cuchillo, ése. No entonces por ejemplo el de Borges el orillero sino ése, el que me ve por dentro con certeza cortante y no más oír mi respiro huye de mí. A veces mismo estoy comiendo y sale volando para escarnio del tenedor, otras me mira receloso desde mi mesa de trabajo. Es el cortapapeles pero a la vez es el puñal: el lagarto venenoso. Lo enfurece verme pensando, parpadeando. Moraleja: no pensar mientras se come; cuando se escribe no pensar. Los cerdos lo saben, ¿qué es lo que saben, Lautréamont? "Que los que saben sepan lo que puedan saber y los que estén dormidos sigan aún durmiendo". Versos míos. Pero yo no soy puerco y exijo cuchillo para ser. Eso exijo anfibio; él me aparta. No más verme me aparta sucio como a un pescado viejo que ya no merece mar. Digo el rechazo y eso me duele.
     Insisto: él es el supersticioso, y ojalá para él no nos hubiéramos visto nunca. Tamaño es el hastío. Y es que yo mismo soy el cuchillo en cuanto soy esquizo, ¿quién no lo es? Por eso y al menor descuido ahí anda el perseguidor. Verlo es verme y así estará escrito, como está escrita su figura en mi fea escritura. Más parco: no es tan fácil disociarse de lo que uno es.
     No es el caso del salero derramado, del martes 13, de la escalera perniciosa o —aún más veloz— del gato negro a la vista, peligro de muerte. Eso también funciona como superstición pero está fuera. ¿Qué hago entonces para conjurar el maleficio? ¿O será que efectivamente el pensamiento es un cuchillo sin acero, sin lámina y sin filo y al que le falta el mango? ¿Cómo se hace? La primera vez que lo vi fue en Lebu, en ese basural que deja el mar y yo tenía cinco. Cinco años de extasiarme en el oleaje. Ahí fue donde lo vi, pez del Principio. O del Absoluto, pero no hay Absoluto.
     La vida es un golpe de cuchillo, uno es la herida; eso lo dijo quién. Bran den Velde me parece, uno de esos mudos que van para ciegos. Y que lo dicen todo, casi. –
     — Gonzalo Rojas

Supersticiones
      
     Se supone que los pobladores de la Edad Media conocían ya los amuletos: objetos para desviar un mal posible o agradecer los beneficios de una fuerza desconocida. Podían ser monumentos imponentes como el círculo de rocas en Stonehenge u objetos de absoluta modestia: una bolita de barro en forma de almendra, el diente de un niño, tres plumas atadas, por ejemplo. Cada vez que en el interior de Nueva Guinea, o en el del África, es descubierta una comunidad "primitiva", los antropólogos encuentran que ninguno de sus miembros carece de uno o varios amuletos para protegerse de la Naturaleza pero también de los humanos, lo que liga de alguna manera a esos nativos enteramente desnudos con los habitantes de los barrios más sofisticados de Nueva York o de Milán, de Sao Paulo o Barcelona.
     Somos un conglomerado de seres amedrentados. Es el pánico lo que nos lleva a detectar o fabricar remedios capaces para sobrevivir; pueden ser sólo una palabra, un gesto, un objeto, pero no cualquiera. En el Caribe la gente precavida pone en su dormitorio un vaso de agua limpia para impedir los malos augurios; igual ocurre en lugares de culturas muy diferentes como las ciudades de Uzbekistán, los países escandinavos y Sicilia. Me imagino que en muchos otros más. Si el vaso se rompe, si se enturbia el agua, deberá protegerse de un peligro inminente. El mal está cerca, no se sabe con exactitud dónde, pero sí que acecha a su víctima.
     Reinaldo Arenas vivió ese momento trágico; en Nueva York estalló el vaso y el agua salpicó su cuerpo. El escritor cubano supo que estaba ya perdido, que había sido señalado por la muerte. Poco después, tuvo la confirmación: estaba contaminado por el sida. Un día cayó un cuervo a los pies de Julio César. Éste volvió a sus aposentos y retardó para el día siguiente una batalla. Sabía que de contrariar ese aviso, su pasado triunfal desaparecería en unas cuantas horas. En infinitos puntos del Universo la caída de un pájaro negro es señal de una terrible desgracia futura. En varios lugares dispersos en el mundo, incomunicados entre sí, he visto que al pasar por un cementerio, una funeraria o una marcha fúnebre, los hombres se pasan la mano por sus partes pudendas, a veces como por azar, como si estuvieran sacudiendo un poco de polvo en la ingle, o desarrugándose en esa parte los pantalones; otras, lo hacían pronunciada, convulsivamente, y no quitaban la mano del miembro sino hasta un rato después de haber desaparecido la visión funesta. La respuesta es la misma en todos los lugares: "los testículos son los recipientes del agua de la vida, o sea, el mejor escudo que rechaza a la muerte".
     Muchos de nosotros llevamos un amuleto en la ropa, o guardado en alguna parte de la casa; cuando nos preguntan por qué razón respondemos con la misma expresión que usa Hugo Hiriart: "por si las moscas". Si me preguntaran por mi fe en esos fenómenos, respondería que soy agnóstico; ni creo ni dejo de creer. Pero si me insistieran, diría que sí, que sí creo, que no logro saber por qué lo hago, pero que tengo un sistema complejo de amuletos, sortilegios, fórmulas personales para decidir qué lecturas deben hacerse para que un viaje resulte propicio, ponerme una corbata forzosamente amarilla para que cierto proyecto prospere, cosas así. Pero, sobre todo, me gustaría hablar del enigma de los gafes, ¿cómo detectarlos?, ¿cómo burlar su gettatura? Con ellos es casi imposible tocar el tema. Sería interesante saber cuándo supieron que tenían facultades para arruinar a los demás. Ese es el capítulo más oscuro, cruel y turbio de ese mundo de sortilegios y supersticiones que habitamos. –
     — Sergio Pitol

Vislumbres
      
     Aunque las más extravagantes son fruto de mi autoría, una de mis supersticiones más significativas me viene de familia. Tuve una tía que se tenía prohibido decir ciertas palabras porque suponía que de hacerlo ocasionaría catástrofes. Evitaba decir "culebra", "serpiente" o "víbora" y para aludir a ese reptil hacía una seña ondulatoria con la mano. Tampoco decía la palabra "Dios" porque juzgaba, como los musulmanes con la representación de la figura humana, que llamar por su nombre al Ser Supremo era un acto de soberbia. Ni "diablo", pues temía que la enunciación se le fuera a volver visita. Con los años, mi tía fue aumentando el espectro de las palabras prohibidas. Se volvió dificilísimo hablar con ella porque sus charlas (si así podía llamarse al ritual de dengues y alusiones elípticas), más que una forma original de comunicación, eran materia para especialistas en siquiatría.
     El precepto católico "no consentirás los malos pensamientos" palidece junto al legado de mi tía. De ella (y de elaboraciones futuras) me viene el creer que el pensamiento convoca desastres, pero la palabra sin duda los desata.
     Muchos escritores auguraron en sus personajes su muerte o su locura. El caso de las mujeres es de una precisión que asusta.
     Esta superstición me llevó a hacer algunas pesquisas. Abandoné el proyecto con horror cuando descubrí que no había autor que se salvara. Quienes habían escrito sobre su muerte, así fuera de broma o de forma sesgada, la habían experimentado casi de manera textual. Aun Jorge Ibargüengoitia había tenido un vislumbre y lo había escrito. Su artículo "Botiquín de viaje" consiste en un estudio del llenado del botiquín y la relación que tiene con las creencias de quien lo efectúa. Textualmente dice, refiriéndose al suyo: "el contenido de la bolsita ha ido cambiando con el tiempo. El primer cambio ocurrió cuando me di cuenta de que la gasa y la tela adhesiva no me iban a servir de nada en caso de que se cayera el avión".
     La superstición es la enfermedad endémica de los escritores. Flaubert escribía sólo en albornoz y pantuflas. Hemingway, sólo de pie y sólo con lápices cuya punta hubiera afilado él mismo. Hubo quien escribía sólo después de desayunar filete en salsa Wellington; o quien asentó su vida en seis tomos sin levantarse de la cama.

Todos ellos aplicaron su ritual de superstición para escribir obras maestras… y las escribieron.
      Como el que escribe no puede aspirar a menos que hacerlo como Flaubert, Woolf o Kafka, no le queda más remedio que obedecer a su ritual secreto y poner manos a la tinta. El dilema es cómo hacerlo sin acabar ingiriendo veneno, arrojándose al mar o volviéndose escarabajo o, peor aún, sin terminar los días tranquilo y contento, convertido en escritor de planta del Reader's Digest, que como sabemos sólo admite textos con final feliz. –
     — Rosa Beltrán

La magia de Cristina
      
     Por las mañanas, si despierto en mi casa de Barcelona, lo primero que hago es mirar por la ventana, confirmar que se ha hecho o se hará de día. A continuación, le pongo una vela a Gombrowicz, renuevo mi culto. Después, me santiguo, hago la señal de la cruz, tranquilizo al Dios cristiano. Acto seguido, toco una varita mágica que compré en Colonia en compañía de Cristina Fernández Cubas, calmo a los dioses paganos. Esa varita está en mi escritorio desde hace once años, y cualquiera se atreve a desplazarla a otro lugar de la casa. Por si usted no lo sabía, Cristina tiene magia, tiene extrañas relaciones con el mundo de las cosas que ya no existen, se dice que tiene poderes y una gran capacidad para captar lo extraordinario en lo normal. Cuando compramos en Colonia mi varita (ella se compró otra igual), me dijo que no la perdiera de vista, por eso toco esa varita cada mañana.
     Muchas noches, cuando salgo de mi casa de Barcelona en dirección a alguna extraña cita (todas las citas para mí lo son), la varita a veces parece entrar en mi mente y me avisa que será mejor que vuelva a entrar en la casa. Allí me santiguo, y espero a que me llegue la orden de que ya puedo realmente salir. Suelen ser cinco o diez segundos de espera hasta que llega la señal. Siento siempre, cuando me pasa esto, que esos cinco o diez segundos que voy a llegar tarde a la cita van a convertir a la noche en algo bien distinto de lo que me esperaba de haber salido cuando he salido demasiado pronto. Yo creo que todo en nuestra vida depende en realidad de un hilo, es pura zozobra y azar. Por eso a veces, cuando me llega desde el escritorio la señal de la varita, doy unos pasos hacia atrás para dominar mi destino. –
     — Enrique Vila-Matas

El sombrero en la cama
      
     Toda mi vida he sido supersticioso. Desde muy temprana edad adopté las consejas que criados y parientes difundían a mi alrededor y en las que por simpatía o mimesis creía yo. Pronto me di cuenta de que existe una misteriosa relación entre las cosas aparentemente banales y las circunstancias reales de la vida. Esta coincidencia entre unas cosas y otras es una firme convicción, además de muchas otras afectaciones que he ido adquiriendo con la edad.
     Hay cosas insignificantes que denotan una fatalidad positiva o negativa: salir de la cama con el pie izquierdo, ponerse una prenda al revés, cruzar un umbral con tal o cual pie, un espejo roto es un mal augurio. El mundo está envuelto en una red de creencias sobrenaturales que se manifiestan en la vida diaria de la manera más inopinada: Los franceses dicen: araignée du matin chagrin, araignée du soir espoir. Los animales son particularmente supersticiantes: los pececillos de colores son de mal augurio igual que los gatos negros, que los cuervos, las ratas y el canto del búho. Las serpientes producen un terror supersticioso y hay quienes —dice alguien que no recuerdo— preferirían la muerte que tocar una serpiente.
     Del mundo vegetal también he conocido algunos ejemplos. Allí la superstición obra en ambos sentidos. La lavanda, el romero, el heliotropo, los tréboles de cuatro hojas son de buena suerte, mientras que las hortensias, el acanto y el árbol de aguacate son de mala. Tocar madera es bueno para evitar el maleficio.
     De las fechas ni se diga. En los días 13 siempre le va a uno más o menos mal. Cortarse las uñas en jueves, por el contrario, es de buena suerte.
     Las palabras son también motivo de superstición. Abundan en los libros sagrados de todas las religiones. Oír decir, leer o escribir la palabra culebra requiere tocar madera. Pasar debajo de una escalera puede ser fatal.
     La mierda tiene un singular carácter significativo; pisarla sin querer es de buena suerte y para desearla a otro en francés se dice: Je te dis la bonne merde!
     Entre todas las supersticiones hay dos que particularmente me han impresionado a lo largo de los años: el afilador cotidiano cuya siringa es un presagio mortal, pero que se conjura sacudiendo los vuelos de la ropa, y la peor de todas porque no tiene conjuro: el sombrero en la cama, presagio de desgracia sin remedio.
     La superstición nos liga a la fatalidad. El destino se manifiesta lo mismo con un silbido que con una palabra. Modificarlo es imposible, pero a veces podemos esquivarlo o evitarlo. Es también un signo de alianza que nos remite al inconsciente colectivo y nos impone tabúes. Si el sombrero en la cama es un signo fatal ya lo comprobaremos tarde o temprano. Todas las cosas tienen un significado ulterior. –
     — Salvador Elizondo

La duración de un imperio
      
     "Es una falsa religión y error necio" dice Covarrubias; y el Diccionario de Autoridades define la superstición como "culto que se da a quien no se debe con modo indebido". Superstición es lo contrario de religión como la fábula lo es de la verdad. Los romanos tuvieron muchas e hicieron caso de agüeros y de portentos y vivían en angustia por lo que habría de sobrevenirles. Hay autores que sostienen que las supersticiones hoy son la sobrevivencia de los antiguos cultos a los lares y penates o de ceremonias de apaciguamiento a sus horribles hadas. Toda superstición quiere ser vista como señal, o barrunto, de futuro. Uno no mantiene ninguna: ni el gato negro que se cruza, ni el listón rojo para evitar el mal, ni la escalera que ha de rodearse, ni la sal que supónese ha de tomarse de la mesa y no de otra mano, ni el no sobarse cuando te diste un golpe en una articulación, ni las limpias con jarilla y ramas de pirul, ni los amuletos, ni cruzar los dedos, ni siquiera ir a enseñarle mi vacía cartera a san Juditas. Acaso las dos únicas que me interesan, y de las cuales me declaro reo, sean dos que tienen que ver con la duración de un imperio, porque se dice que cuando se extingan los monos de Gibraltar, únicos monos europeos, se acabará el dominio que sobre el peñón tiene el leopardo; y cuando huyan o se acaben los cuervos que graznan en la Torre de Londres, habrá de derrumbarse esa monarquía. Pero eso no lo sabemos. –
     — Pablo Soler Frost

A tinta
      
     En puntos distantes de mi escritorio los señores de lo viejo y de lo nuevo tienen cada uno su altar: un vaso con lápices amarillos y afilados y un tintero de tinta negra.
     La sal, las sombras, los espejos, las escaleras son seres susceptibles pero cada cosa en el mundo tiene zonas de piel delgada, puntas de ofensa, resentimientos, territorios minados. El supersticioso lo sabe y trata cada cosa según su rango y de acuerdo a un específico ceremonial. Si comete cualquier descuido acudirá a un código de genuflexiones y sacrificios. Si tira la sal cruzará la zona del corazón con el brazo derecho y ofrendará, por encima del hombro izquierdo, unos granos a los señores de la sombra y de la espalda. Si rompe un espejo sumergirá los fragmentos en agua devolviéndolos a su seno materno. Si atraviesa el camino de un gato negro no descansará hasta encontrar uno blanco. Si es un lector no abrirá en vano las páginas de un libro.
     Como alguien que escribe (si me llamo escritor algo me castigará por mi soberbia), hasta la fecha había cultivado las cortesías del grafito y de la goma, nunca las intrusiones vanidosas de la tinta. El lápiz es un ser delicado que tiene para todo descuido algo que borra. Con el lápiz el papel apenas si se ofende. Hace unos días, por mi cumpleaños, pretendiendo que escriba cosas más rotundas y serias que esta, me regalaron una Mont Blanc. Hoy 28 de mayo, trazo estas líneas con audacia y temor. Espero que los dioses de la tinta me ayuden y que no se hayan ofendido demasiado los de la blancura y del papel.


     — Antonio Deltoro

Entrecruzados
     1. Hay cosas que hay que creer para ver. 2. Una vez encendí un cigarro que se prendió sólo del lado izquierdo y me dije: "Me está siendo infiel en este instante". Después recordé que no tenía novia.
     3. Suelo recitar el alfabeto durante el lapso que el azúcar tarda en caer desde la espuma hasta el fondo del café capuchino. Se supone que la letra que coincida con el momento en que la cucharada se precipite es la primera letra del nombre de la persona que está pensando en ti. A mí siempre me sale la x.
     4. Si te zumba el oído izquierdo es que alguien está hablando mal de ti, si es el derecho es que están dirigiendo una apología en tu honor. Si son los dos al mismo tiempo es que has tomado demasiado café tratando de encontrar a alguien que no se llame X.
     5. Desde que tengo memoria evito pisar las grietas de las banquetas. Las salto, a veces a riesgo de torcerme el tobillo y quedar parapléjico. Pero no me ha traído buena suerte. Todo lo contrario. Cuando crucé con una x la opción "Procuro no pisar las grietas mientras camino", me mandaron llamar los de Recursos Humanos y tuve que describirles las obscenas figuras de las manchas de Rorschach.
     6. Pedir un deseo soplándole a una pestaña caída implica que el deseante no puede tener vista cansada, ni ser de esos a los que les sudan las manos ante la posibilidad de soplar y que la pestaña se les quede pegada al dedo ni, en fin, dedicar la vida a cazar las cosas que a uno se le caen de la cara.
     7. Cientos de veces jugué con mi hermana a romper el hueso de los deseos del pollo. Todavía recuerdo la sensación resbaladiza del instante en que disputábamos el futuro promisorio en el cruce de esos dos huesos grasosos. Años después, ella tiene un empleo miserable y yo estoy desempleado. Acaso esa sea la razón por la que ahora somos vegetarianos.
     8. No es caspa, lo que sucede es que el salero insiste en resbalarse de mis manos.
     9. En el velorio de mi abuelo un pájaro entró por la ventana de la capilla. Era un signo de que otra muerte se aproximaba. Yo corrí a tocar madera. Abrí la caja y le di un puñetazo desesperado a la pierna de palo del muerto. Desde entonces las tías me dejaron de hablar.
     10. Puedo atestiguar que es de mala suerte encender trescigarros con el mismo cerillo. Una vez lo hicimos y, tras quince años, los tres tenemos principios de enfisema. –
     — Fabrizio Mejía Madrid

La materialización del miedo
      
     Nunca había pensado sobre mis supersticiones; nunca me había siquiera preguntado si soy supersticioso. El ejercicio no ha sido en vano. Prefiero, claro está, abstenerme de caminar debajo de una escalera, pero tampoco me traumo si carezco de alternativa; cuando descubro que es martes 13 me digo que se trata de un día poco propicio, pero en seguida lo olvido; no me cabe la menor duda de que existen fuerzas o energías invisibles que algunas personas manipulan en busca del mal ajeno, pero en contadas ocasiones he tenido contacto con esos mundos.
     Mi principal superstición es creer que aquello que más temo es lo que me sucederá. Los ejemplos sobran: si temo que mi pareja me ponga los cuernos con determinado sujeto, ella lo gozará; si temo manchar mi prenda más querida, la salsa le caerá; si temo que esa novelita tenga mala suerte, los editores se declararán en bancarrota antes de publicarla; si temo que esa preciosura me rechace, el mohín estará ahí, infranqueable. No sé si me equivoque, pero creo que esta superstición funciona como un acicate para constreñir mis miedos —ojalá…
     ¿Y cómo incide ello en mi escritura? Pues de igual manera: si temo que esa idea que en algún momento me pareció fulgurante no pueda convertirla en el relato tan deseado, pues la idea se quedará en ideíta y no habrá relato; si temo que un periodo de sequedad calcine mis ambiciones creativas, pasaré meses con los lápices guardados. Así de simple. –
     — Horacio Castellanos Moya

Fervor supersticioso
      
     Si no fuera supersticioso me daría tanto miedo el lenguaje que palabras de significado tan ambiguo como dilogía, órdiga, capitoso o capricante, e incluso neologismos guasones como ñáñaras o arcaísmos retrucados como endenantes serían suprimidos para siempre —¡y con justificada ira!— de mi escritura. Pero como soy un crédulo incorregible, se me figuran como chispas que se abren en flor y nada más.
     Si no fuera supersticioso no escribiría con poca ropa o de cuando en cuando totalmente desnudo. Si lo hago es porque siento que fluyen con mayor rapidez las ideas y se armonizan a partir de estratagemas que en lo básico desconozco. A veces he experimentado escribir con corbata y saco y, desde luego, con pantalón de casimir. No niego que descubro una maravilla tras otra; sobre todo siento que la solemnidad es fulgurante, y el humor, algo senil, siempre es de salón tanto como las ideas. Lo cierto es que, pese al venero que emana de ese apretuje elegantioso, la tan recomendada formalidad "sobre la formalidad" no va conmigo. Tal vez si viviera en un país nórdico funcionaría, pero entonces no sería supersticioso. Ahora me pregunto ¿por qué no nací en un país más frío, más estricto y más enfermo de sofisticación? Me consuela responderme que a lo mejor la Providencia quiso que naciera en México porque jamás admiraría a los escritores entrecejados de por vida, o tal vez sí, pero no de inmediato, o acaso dependiendo… etcétera. Empero no cargo con ningún sentimiento de culpa, tampoco lo tendré porque ya hice el intento de unir dos actitudes radicalmente opuestas: en alguna ocasión estando desnudo se me ocurrió ponerme una corbata de seda; logré redondear frases excéntricas y algunas medio capciosas, pero al final todo fue inútil.
     Si no fuera supersticioso sería un escritor profesional. Confieso que aún no sé en qué consiste el profesionalismo literario, pero creo que es el de aquellos autores (esquemáticos, pero irrompibles) que se obligan a documentar todo cuanto imaginan. Son tan fríos y calculadores —habida cuenta de que están pendientes mañana, tarde y noche de las contingencias del mercado de los productos editoriales— que hasta para ser sensibles se tienen que documentar. Mi superstición consiste en que si los leo me volveré más frío y calculador que ellos.
     Si no fuera supersticioso ¿qué podría ser?, ¿un descalificador a ultranza al que la vida misma le produce cólera casi a cada instante?, ¿o un energúmeno para quien la realidad o la miseria humana, cuando no el escrúpulo, son los máximos referentes? No lo sé, pero estoy seguro de que si no fuera supersticioso, encontraría mil maneras para serlo, a sabiendas de que la superstición es siempre equívoca. –
     — Daniel Sada

Culebra, culebra
      
     Superstición — "Sentimiento de veneración religiosa, fundado sobre el temor o la ignorancia, por el cual a menudo se está impulsado a formarse falsos deberes, a temer quimeras y a poner su confianza en cosas carentes de poder./ Presagio vano que se extrae de accidentes fortuitos./ Fig. Todo exceso de exactitud, de cuidado, de la materia que sea". Fui al Littré, del que tomo esta definición parcial, pensando que incluía la etimología. No. Bloch y Wartburg informan: mantenerse debajo. ¿Someterse? Más exiguo, Corominas da: sobrevivencia. Acepto ser supersticiosa, en cuanto maniática de exactitud, ideal rara vez logrado. Eso me lleva a registrar enfoques opuestos en ambas etimologías. B. y W. miran hacia el supersticioso y lo ven amparado, sometido o quizás agobiado por la superstición. Corominas atiende a ésta y se asombra de que sobreviva.
     Quizás dar vuelta a las relaciones me ayude a ver las que yo pueda tener con la superstición. La primera que recuerdo es tardía y poco original: me veo rumbo a la escuela empeñada en caminar por el bordillo de granito de la acera, un pie cuidadoso delante del otro, porque salirme de la línea recta implicaba el desastre.

Éste debía referirse, supongo, a alguna lección no bien sabida y a la puntería ocular de la maestra que lo detectaba, de un modo que debía parecerme, él sí, irracional y mágico. A veces el campo minado no era el peligroso cordón; el riesgo que debía eludir era pisar la juntura entre una baldosa y otra, mientras caminaba al ritmo normal vigilando que un impulso tramposo no me librara de ella pasando por encima, o por el contrario, una frenada no detuviera el pie destinado a ponerme en peligro. Años más tarde, leí Confession de minuit y supe de las obsesiones del pobre Salavin. George Duhamel sitúa casi en la mitad de la novelita las páginas dedicadas a describir con gran minucia la manía con la que Salavin agrava sus problemas, mientras busca el trabajo que lo libre de una situación sin salida. También él contaba baldosas o imaginaba un precipicio junto al borde de la acera. No me inmutó ver mi pequeña superstición exaltada por la literatura como síntoma de manía depresiva. Al fin, depresiva no soy y cuando descubrí a Duhamel ya no apostaba al vaivén de las aceras.
     *
     Las supersticiones numéricas están entre las más antiguas del mundo. Como en general olvido el día en que vivo, no he podido incubar la del día 13, tan común que el gran hotel Moksva, frente a la Plaza Roja, en plena y ortodoxa URSS, carecía de piso 13 (en su numeración, claro, porque ni modo de abstraer el paso material del piso 12 al 14). Pero, en una época de frecuentes catástrofes generales, imputables a la caótica situación política de mi país y no a modestas relaciones individuales con las malas circunstancias, más de una vez debo haber atribuido el problema que cada día nos deparaba a la conjunción del martes con el 13, tradicionalmente inquietante y siempre actualizada. ¿Pero, cómo probar el real poder de una cifra cuando actuaban otras fuerzas bajo las cuales muchos nos manteníamos a nuestro pesar? La inquietud durante un largo viaje aéreo en temporada de huracanes, cumplido en martes 13 (fecha en que suele ser más fácil lograr pasajes en periodos de normal congestión), está de todos modos justificada. Al fin de cuentas esa experiencia es siempre una fuente segura de malestar. Otras supersticiones no se me han contagiado. Tenía José Bergamín una curiosa, quizás genéricamente andaluza: oyendo a alguien decir culebra, de inmediato se puso de pie, cogió una silla y empezó a hacerla girar sobre una pata; hacia la izquierda o hacia la derecha, eso no lo recuerdo y quizás fuese importante. Después de esto, cada tanto alguien dejaba caer la palabrita, y él se precipitaba sobre una silla, hasta que un leve malhumor mostró que no era sólo chiste. Pero no sé que nadie adoptara esa dependencia, más riesgosa que la de "tocar madera". ¿Qué hacer si no hay a mano una silla valedora?
     Si se trata de optar, estoy a favor de cualquier creencia y práctica supersticiosa, de todas. En momentos en que el olvido del pasado se acelera, en que se cortan amarras con tradiciones, etimologías, labores, en que se olvidan libros, sueños, cortesías y nobles melindres, en que reina el pesimismo —no diré injustificado—, la superstición reconoce que el mal existe y propone modestas defensas. Si alguien quiere renovar su fórmula le ofrezco ésta, austera y críptica, que baja desde un calamitoso Saturno, planeta de las pestes. La extraigo del Piers Plowman, libro escrito a fines del siglo XIV por William Langland: "Cuando veáis en el cielo el sol descolocado y a dos cabezas de monje en los cielos, cuando una Virgen posea poderes mágicos, entonces multiplicad por ocho y la Peste se retirará y el Hambre juzgará al mundo…" Valdría la pena enfrentar las alarmas de las nuevas catástrofes sin más faena que multiplicar por ocho, aunque primero se deba averiguar el multiplicando. –
     — Ida Vitale

Gula o la invocación
      
     Hace unos años decidí salir de México hacia donde fuera: no podía soportar más la capital; tampoco al gobierno ni a la oposición; ni a los compañeros de trabajo, ni a mis vecinos y sus hijos infinitamente maleducados, ni las colas en Bancomer y las declaraciones trimestrales al SAT. Teníamos algún dinero ahorrado y podíamos instalarnos sin padecer mucho en una ciudad novedosa y extranjera. Después de barajar toda clase de posibilidades mi mujer y yo cerramos la discusión en dos destinos, el glamoroso y el seguro, y dejamos que la vida decidiera a cuál de los dos iríamos a parar. Era julio y la fecha de partida quedó para enero.
     Irse es mucho más laborioso de lo que parece: terminamos invirtiendo nueve meses en dejarlo casi todo en orden. Un día cualquiera me encontré en el pasillo de las carnes del supermercado a un amigo astrólogo —severo y profesional en la medida en que lo permite su oficio— al que siempre fui renuente a consultar porque he leído a los griegos. Alguna vez me hizo una carta astral y por mis miedos nunca la revisamos. En el súper me dijo que había estado pensando en mí y que a lo mejor convenía que nos viéramos. Fui con la esperanza de que la vida resuelta en la superstición antigua de la astrología dijera en qué ciudad nos esperaba el destino.
     Supe rápido en mi primera, brutal y única visita a su consultorio que las banalidades geográficas no salen en el horóscopo. Me anunció un descenso a los infiernos que se abría y cerraba con dos muertes: una terrible en febrero —alguien de tu familia, dijo, tu mamá, tu hijo, tu mujer, uno de tus hermanos— y otra más tarde, entre abril y agosto, que si no tomaba precauciones sería la mía. Había más noticias infames, aunque con menor contenido de fatalidad. Vas a perder el trabajo en diciembre, me dijo por ejemplo. Es que voy a renunciar porque me voy en enero, respondí. No, insistió, te van a correr y te vas a ir después de abril, si es que sigues vivo. Mi gata preferida —persa, negra, hosca— también aparecía. Hay un animal aquí, me dijo, se cree el guardián de tu casa. Es Gula, le respondí. Se sacrificaría —siguió— por salvarte a ti o a cualquiera de tu tribu. Ya que habíamos terminado le pregunté si había algo que sirviera de conjuro. Mirábamos una calle horrible desde la ventana de su oficina. Eres escritor, ¿no?, me respondió. Más o menos, le dije. Escríbelo; a veces puede servir como pararrayos.
     Recordar, como narrar, es poner orden donde nunca lo hubo. La sesión con el astrólogo fue en realidad más confusa y sus dictados menos claros. Salí del consultorio alterado pero inconsciente de que lo estaba, como el que ha tomado mucho café. Volví a casa y le conté a mi mujer una versión sin desgracias —ciertamente breve— de la cita. Porque más vale prevenir que lamentar, empecé a escribir casi a escondidas una historia en la que un gato se sacrifica por un hombre y su descendencia.
     Llegó el mes diciembre y me recortaron de la empresa en la que había sido empleado por años. Tú habías dicho que te ibas en enero y nosotros hicimos nuestros planes, me dijo el jefe tratando de que entendiera que no era personal. A principios de febrero, justo por las semanas en que me deslizaba en la ficción hacia la muerte del gato, la policía tocó una madrugada el timbre de mi casa. Traían a uno de mis nueve hermanos enjaulado y con el pecho partido; uno al que me parezco tanto que mi padre nos llama los gemelos aunque no lo somos. Antes de bajar llamé a un amigo, por lo que se ofreciera. El policía me explicó que lo traían así y tan a deshoras porque en un accidente mortífero arrolló un poste de luz y eso eran daños a la nación. Para entonces ya habíamos cancelado las cuentas de banco, así que subí por un rollo de dólares. Llegué al precio y mi amigo se lo llevó al hospital en lo que yo repartía propinas para recobrar los restos del coche —escalofriantes— y para que se olvidaran de nuestros nombres y domicilios.
     Cuando muchas horas después volví a casa, mi mujer me preguntó si esa había sido la desgracia que estaba esperando. Cuál desgracia, le respondí. La que te adivinó el astrólogo. Los astrólogos no adivinan nada y mi hermano va a estar bien, le dije. No te hagas. Dejé sin terminar la historia del gato y volví a trabajar en un libro que había que lanzar antes de irnos.
     Eventualmente mi mujer y yo terminamos casi todo lo que habíamos comenzado en el Distrito Federal y a mediados de mayo salimos del país en una memorable mudanza con niño, gatos y piano.

Mi segundo libro se había quedado ya a la venta y nuestro empleo en una universidad de la ciudad escasamente glamorosa a la que venimos a dar corría a partir de agosto, así que me dediqué a la historia del hombre y el gato antes de que comenzaran las clases: por más que me disgustara la idea de terminar de escribir esa muerte, un sentido de la responsabilidad metafísica que nunca antes me había embargado me exigía hacerlo. Siempre hay que acabar lo que se comienza, pensaba, sobre todo si se lidian toros astrales.
     A principios de agosto nos mudamos a nuestra dirección definitiva y Gula, el niño y yo nos dedicamos a sacarle jugo a la novedad del jardín. Por las noches trabajaba en la historia del gato y el hombre. Gula siempre había sido hasta odiosamente independiente, así que pasaba días completos cazando pájaros y explorando árboles: nunca había visto uno. Finalmente maté al animal del libro en proceso.
     La palabra mágica es el recurso final de la imaginación y una amenaza que no deja de latir cada que decimos algo: ya nadie cree literalmente que invocar cambie al mundo, pero seguimos tocando madera. Un mañana nos dimos cuenta de que la gata no había llegado a dormir en un par de noches. Bajé al sótano y la encontré tendida, afiebrada y polvosa —ella entre todas, la más presumida— bajo una tubería del aire acondicionado. La llevamos al veterinario y resultó que se había comido una raíz venenosa y tenía el hígado deshecho. La trajimos de vuelta a casa, hicimos un lío de toallas y franelas para que estuviera cómoda y la dejamos morirse en paz. La enterramos bajo el dogwood. Dejé de escribir como por un año. –
     — Álvaro Enrigue

Pisando en falso
      
     Produce un poco de rubor confesarlo, pero ya casi soy incapaz de concebir la creación sin un cortejo de supersticiones, o, como siempre he preferido llamarlas, liturgias (quizá porque de este modo mi trabajo adquiere el rango más honroso de ceremonia, y no se mancha de mágicas credulidades). Ahora que Letras Libres me invita a confesarlas, descubro con horror que han sido liturgias que he ido adquiriendo con el decurso de los años, quizá porque cuando uno es un escritor primerizo aborda la tarea de escribir con una suerte de insensata y silvestre alegría; luego, las complicaciones de la responsabilidad y cierto miedo atenazador revisten el oficio con un séquito (permítanme perseverar en la designación más piadosa) de liturgias que, descritas fríamente, pueden sonar ridículas, tan ridículas como una sesión de parapsicología filmada por Ed Wood. Lo más estupefaciente del asunto es que esas liturgias, que nacen como meros adornos de maniático, como secretos preámbulos en los que el escritor busca una determinada predisposición de ánimo para abordar su trabajo, acaban infectando y parasitando el trabajo mismo, fundiéndose con su esencia, hasta convertirse en requisitos insoslayables.
     Entre mis liturgias o supersticiones más veniales citaré mi obcecada preferencia por el papel usado. Lo que comenzó siendo un acto de simpatía ecológica con los bosques se ha convertido en una necesidad, de tal modo que ante una cuartilla intacta me agarroto y soy incapaz de redactar hasta la misiva más nimia o el artículo de circunstancias. Escribo en el reverso de papeles fotocopiados o de propaganda, y lo hago con bolígrafos de usar y tirar, recolectados en hoteles y oficinas bancarias, bolígrafos sin valor alguno, con carcasa de plástico; cuando me ponen en las manos un bolígrafo señorial o simplemente decoroso soy incapaz hasta de estampar un autógrafo. Pero quizá mi liturgia o superstición más indescifrable (y, por lo tanto, más irrisoria) consiste en buscar la inspiración mientras paseo por las calles (hasta aquí, nada fuera de lo normal), cuidando de no pisar jamás las junturas entre las baldosas. Si las baldosas fuesen demasiado pequeñas para abarcar la planta de mis pies, las agrupo imaginariamente en cuatro, formando un cuadrado perfecto, y así voy caminando, con la convicción absurda pero inquebrantable de que, mientras no pise una juntura, mi trabajo del día siguiente será fecundo. Si, por el contrario, al no cuidar la amplitud de la zancada, piso una de esas junturas, enseguida se derrama sobre mis pensamientos una sombra de mal agüero que vaticina una jornada calamitosa; a veces, cuando esto ocurre, ni siquiera me levanto de la cama. Exponer desnudamente esta superstición tan mentecata me deparará escarnios y alguna que otra deserción despavorida entre mis muy racionales amistades. ¿Pero qué quieren que haga? Tengo que escribirlo por fatalidad: ayer, mientras paseaba, no pisé ninguna juntura de las baldosas. –
     — Juan Manuel de Prada

Seis bagatelas en torno a las supersticiones
      
     ¿En que se parecen la religión y las supersticiones, la fe y la creencia contraria a la razón? En que tienen algo de corazonada. Blas Pascal, quien decía: "El corazón tiene razones que la razón ignora", propuso una apuesta, hoy célebre: hay que apostar a favor de la existencia de Dios, pues si no existe no perdemos nada, y si sí existe ganamos todo; en cambio, si apostamos a favor de su no existencia, no ganamos nada si no existe, y si sí existe habremos perdido todo. Algo parecido puede valer para las supersticiones: las cultivamos "por si las moscas" (como dice Hugo Hiriart).
     Pero si la religión se define en términos de fe en Dios, ¿en qué términos se define la superstición? ¿Como fe o creencia en "la suerte"? ¿Como fe o creencia en "el destino"? ¿Como fe o creencia en la brujería o el pensamiento mágico? Pero, ¿qué es "la suerte"? ¿Qué es "el destino"? Etcétera.
     *
     Tengo amigos muy inteligentes que son supersupersticiosos. Tal vez porque ser supersticioso no es cuestión de inteligencia ni de conocimiento sino de contextura psicológica.
     *
     Hay en la vida coincidencias tan extrañas y asombrosas que casi parece natural volverse, con los años, algo supersticioso.
     *
     Confieso que, desde hace mucho, cultivo una superstición: la de que después de chocar ritualmente las copas en un brindis hay que dar un sorbo de inmediato. Cuando alguien dice "Salud", choca su copa y no la prueba, me invade una sensación de molestia, de incomodidad.
     *
     Vi una vez a un hombre que para no pasar por debajo de una escalera la rodeó, pero, al realizar torpemente la maniobra, chocó con la escalera y le cayó encima no sólo la escalera sino un limpiaventanas con todo y cubeta llena de agua y de mugre.
     *
     Una humilde pregunta a los supersticiosos y los defensores de la superstición, que suelen ser los mismos: si uno no conoce la superstición X, ¿puede ser afectado por ella? Si, por ejemplo, ignoro que cuando un gato negro se me cruza en el camino quedo condenado a la mala suerte y se me cruza un gato negro, ¿quedo condenado a la mala suerte?
     Acaso la clave contra las supersticiones esté en la ignorancia, de la que con frecuencia se sienten exentos los supersticiosos y sus defensores, que suelen ser los mismos. –
     — Luis Ignacio Helguera

Buena suerte
      
     Para Blanca
     Hoy que he decidido hacer un recuento de mi vida quiero dejar constancia de mi insólita batalla contra la superstición. A mi padre, un ingeniero agropecuario con una secreta afición por la botánica, le debo mi espíritu crítico y mi natural desconfianza hacia la superchería. Por desgracia, su repentina muerte provocó que mi hogar quedase a merced de los prejuicios. Al observar las ancestrales costumbres de mi madre y de mis ayas comprobé que, si bien se nos inculca que vivimos en una época dominada por las luces, en realidad no hemos abandonado las penumbras del Medioevo.
     Durante mi penosa adolescencia la lucha contra sus fobias se transformó para mí en una sólida obsesión. Internado en un colegio católico, no podía concebir que seres racionales invirtieran tantas horas en musitar avemarías y menos aún que tuviesen el descaro de recurrir a la benevolencia divina para disminuir su miseria.

Tras descubrir a Nietzsche, quedé convencido de que el mundo no podía ser una pieza teatral sometida a los caprichos de un dramaturgo tan mediocre. Me parecía inconcebible que, mientras decenas de genios se esforzaban para desentrañar las leyes del cosmos, tantos infelices fuesen subyugados por la sinrazón. Si el universo obedecía a una causalidad determinista en la cual no cabían los misterios o, como señaló Einstein, el azar, ¿a quién podía ocurrírsele que un presentimiento o una simple coincidencia decretasen el futuro como un anciano juez firma una sentencia de muerte?
     Pese a la férrea oposición materna, al salir de la preparatoria me inscribí en la carrera de Física en la Universidad Nacional; ahí comprendí que debía extender mi desafío hacia terrenos más mundanos. Harto de soportar las prohibiciones familiares, me investí con la misión de trastocar públicamente todos los prejuicios: mi tarea consistiría a partir de entonces en demostrar que aquellas absurdas consejas no eran más que prehistóricos resabios. Frenético, esa misma tarde me compré una libreta y enlisté las disparatadas normas que deseaba subvertir.
     Mi primer objetivo consistió en desmentir la satánica influencia de las escaleras. Siempre que me topaba con un pintor que emparejaba un tejado, un electricista que inspeccionaba una farola o un abnegado trabajador de Teléfonos de México, no resistía la tentación de pasar por abajo de sus piernas. A continuación me dediqué a perseguir —y torturar— gatos negros, abrir paraguas en el interior de las casas como quien enciende un cigarrillo, pisar con saña las líneas del pavimento, concebir festines de trece invitados, pronunciar a gritos la palabra serpiente y esparcir la sal por los manteles. Mis amigos y vecinos contemplaban mi proceder horrorizados, como si presenciasen los delirios de un maniaco, pero en todos los casos verifiqué mi hipótesis: nada ocurrió. No me partió un rayo, no me atropelló un automóvil, no me aplastó un piano, no fui víctima de la peste.
     Envanecido por este éxito inicial que me aproximaba a la condición de artista del performance, poco a poco refiné mis preferencias y me transformé en un especialista en contrariar a los espejos. Como Borges, siempre sentí un horror innato por esos objetos que prolongan la apariencia y multiplican los rostros pero, dado que el escritor argentino se limitó a narrar su espanto, yo decidí transformarme en su mano justiciera, indiferente a los septenios de infortunio que se precipitarían sobre mí. Cada vez que divisaba uno de esos fatídicos objetos en los muros de un baño público, una tienda de modas o el camerino de un artista —procuraba pasar inadvertido—, no dudaba en quebrarlo en mil pedazos, provisto con un arsenal de martilletes de distintas formas y perfiles que había ido acumulando con el tiempo. A lo largo de más de veinte años he masacrado a más de diez mil de estos relucientes enemigos y, como lo advertí desde un principio, nada ha sucedido. No me he despeñado a las vías del metro, no me ha mordido un perro rabioso, no me ha alcanzado una bala perdida, no me ha mutilado un serial killer.
     El mundo, por desgracia, nunca ha calibrado la magnitud de mis esfuerzos. Hasta ahora nadie se ha detenido a estudiar mis movimientos, nadie ha reparado en el valor de mi afrenta, nadie ha cantado mis glorias como héroe de la razón. Por ello, ahora que realizo el fugaz inventario de mi vida, sólo me gustaría pedir que alguien se acuerde de mi nombre. En medio de esta renegrida soledad, ni siquiera necesito escribir que no se culpe a nadie de mi muerte. –
     — Jorge Volpi
      
      Nuestros supersticiosos (y los escépticos):
      
      
     Rosa Beltrán (México, 1960). Narradora y crítica. Premio Planeta 1995 por La corte de los ilusos. Autora del libro de cuentos Amores que matan y del libro de ensayos América sin americanismos.
      
     Horacio Castellanos Moya (El Salvador, 1957). Narrador y periodista. Autor de la novela El asco, una dura crítica a la idiosincrasia de su país. Tusquets acaba de publicar El arma en el hombre. Actualmente reside en México y es editor de la revista Milenio.
      
     Antonio Deltoro (México, 1947). Poeta. Premio Aguascalientes 1996 por Balanza de sombras. La UNAM publicó su Poesía reunida.
      
     Salvador Elizondo (México, 1932). Uno de los grandes autores mexicanos, parcialmente retirado del trajín de las publicaciones y la vida literaria. Autor, entre otros libros ya clásicos, de Farabeuf, Cuaderno de escritura y Narda o el verano. Aldus reeditó el año pasado su Autobiografía precoz, escrita a los 32 años.
      
     Álvaro Enrigue (México, 1969). Narrador y crítico, premio de primera novela Joaquín Mortiz 1996 con La muerte de un instalador y autor del tríptico Virtudes capitales.
      
     Luis Ignacio Helguera (México, 1962). Poeta, crítico musical y narrador. Autor, entre otros libros, de Cara de niño, cuentos, y de Murciélago al medio día, poemas.
      
     Fabrizio Mejía Madrid (México, 1967). Narrador y cronista, autor de la novela Erótica nacional y del libro de crónicas Pequeños actos de desobediencia civil.
     Sergio Pitol (México, 1933). Premio Juan Rulfo y Nacional de Literatura. Premio Anagrama de novela 1985 por El desfile del amor, y Villaurrutia 1981, por Nocturno de Bujara. Es uno de los mejores escritores de nuestra lengua. El arte de la fuga ha sido aplaudido unánimemente por la crítica. El viaje es su más reciente libro.
      
     Juan Manuel de Prada (España, 1970). Narrador. Autor, entre otros, de Coños, inspirado en Gómez de la Serna, y de la novela La tempestad, premio Planeta 1997.
      
     Gonzalo Rojas (Chile, 1917). Premio Octavio Paz, Reina Sofía y Nacional de Chile de Literatura, el poeta Rojas es una de las voces líricas más importantes del idioma. Es autor de una extensa obra. La Antología de aire, del FCE, ofrece un muy buen primer acercamiento. Su último libro es Diálogo con Ovidio.
      
     Daniel Sada (México, 1953). Narrador y poeta. Premio Villaurrutia 1992 con Registro de causantes y Fuentes Mares 1999 con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Tusquets reedita
     ahora su primera novela, Albedrío.
      
     Pablo Soler Frost (México, 1965). Narrador, autor de las novelas Bizancio, La mano derecha y Legión. Acaba de aparecer su más reciente obra, Malebolge.
      
     Enrique Vila-Matas (Barcelona, 1948). Uno de los narradores
     españoles más originales y heterogéneos. Ganó el Premio Ciudad de Barcelona. Su obra ha sido traducida a nueve lenguas. Autor de, entre otros títulos, Puerto de Veracruz, Historia abreviada de la literatura portátil y Bartleby y compañía.
      
     Ida Vitale (Uruguay, 1926). Poeta y ensayista. Autora de Léxico de afinidades, Dos por dos, La luz de esta memoria y Palabra dada, entre otros libros.
      
     Jorge Volpi (México, 1968). Narrador y ensayista, autor de La imaginación y el poder y de las novelas La paz de los sepulcros y En busca de Klingsor, libro premiado con el Biblioteca Breve Seix Barral de 1999.

 

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