Roberto Bolaño (1953-2003)

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UNO. Escribir necrológicas no es otra cosa que desarmar al vivo para ensamblar al muerto. Pocas ganas de hacer eso con Roberto Bolaño. Y muy difícil: Roberto era una persona definitivamente viva. Por eso, porque se lo merece, porque es lo único que sale a la hora de su todavía inverosímil muerte, mejor una vitalógica antes que una necrológica.

DOS. La clave tal vez esté en el título de su libro más famoso. En eso de Los detectives salvajes caben tanto el profesional de la fría deducción como el ser que se mueve por puro instinto y fuera de los límites de lo civilizado. Así es la literatura de Roberto. Así seguirá siendo Roberto: un torrente donde cantan las bestias más líricas y razonan los cerebros más poderosos. Y la otra noche, un rato después de la llamada para avisar de su muerte, abajo, en la calle, un hombre golpeaba y le gritaba “¡Háblame!” a un teléfono público que no le respondía. Una inequívoca escena de un libro de Roberto. Un último y respetuoso homenaje de la realidad a sus ficciones, pensé.

TRES.Y cuando nos pidieron a mí y a otros amigos que habláramos aquí, me di cuenta de que —consciente o inconscientemente— conformaríamos la nada santísima trinidad de un editor (Jorge Herralde), un crítico (Ignacio Echevarría) y un escritor (yo). Así que yo voy a hablar un poco como un escritor, que no es otra cosa que un lector que lee; como un lector de Roberto, como alguien que primero lo admiró de lejos y después lo quiso de cerca. Y lo leyó siempre. Y por eso aquí —por un rato— Roberto se convierte en Bolaño y después volverá a ser Roberto y después Bolaño y después Roberto y así…
     Bolaño muere luchando y escribiendo. Bolaño muere en activo y en lo más alto y en el momento justo de su gran despegue internacional, con todavía mucho para contar, para seguir contando. Bolaño era tapa del suplemento de Libèration, Le Monde le dedicaba una página entera, Susan Sontag y el tls saludaban con euforia su edición en inglés, y —en su última aparición pública, en un reciente congreso de nueva literatura latinoamericana en Sevilla— había quedado muy claro que toda una generación lo consideraba su tótem, así como el mejor ejemplo posible a seguir. Una de esas noches —días antes de ser internado— Bolaño ofreció una espontánea y magistral clase en el arte de narrar: Bolaño repitió una y otra vez un chiste malísimo —que a él le parecía formidable y que no podría contar aquí porque sigo sin entenderlo— con mínimas variaciones o con drásticos cambios sin por eso alterar en nada la trama de ese chiste. No exagero si afirmo que ahí y entonces se pudo aprender mucho más que en años de taller literario. El vacío que nos deja es un vacío sin remate ni gracia, pero por suerte nos quedan libros como Los detectives salvajes —esa novela tan latinoamericana y tan comprometida y tan poco preocupada, por suerte, por ser comprometida y latinoamericana— y el recuerdo de su fina estampa donde convivían en perfecto equilibrio el dandi y el freak. Para mi generación, Bolaño siempre fue y será un hermano mayor más talentoso, más loco y, finalmente, más honesto. Bolaño escribía sin fronteras y sin red y sin pausa. Bolaño escribía como si respirara y la onda expansiva de ese Big Bang que es su obra seguirá, rebotará aquí y allá durante muchos, muchos años.
     Bolaño estaba poniendo a punto su mega-opus de más de mil páginas titulada 2666 y acababa de entregar a su editor el libro de cuentos El gaucho insufrible. Allí, la Argentina aparece de muchas maneras. A Bolaño le intrigaba y le apasionaba la Argentina. “Ese país donde hasta los escritores pésimos saben escribir”, definía. Y no hace mucho tiempo, en un ciclo cultural, Bolaño había leído un texto genial y demoledor —”Derivas de la pesada”— en el que recorría toda la literatura argentina como si se tratara de una casa. Una casa tomada donde los escritores aparecían en forma de muebles, de objetos, de electrodomésticos. Borges estaba en todas partes. Y eso sí: Bolaño era muy, pero muy malo a la hora de imitar el acento argentino.

CUATRO.El problema, claro, es que Roberto te llamaba por teléfono, con pésimo acento argentino, y —aseguraba él— imitando a la perfección a alguien a quien nunca había visto u oído y del que apenas conocía el nombre. Para colmo, por lo general, las personas a las que aseguraba calcar al detalle eran mujeres argentinas y, además, prestigiosas académicas de la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Después, enseguida —vencido para mí y triunfante según él— asumía su mejor rol, su acento de Bolaño, su discurso bolañesco, en conversaciones larguísimas donde podían entrar sin dificultad los decadentes hábitos culinarios de algún César; las últimas investigaciones sobre el crimen de la Dalia Negra (lo que lo llevaba a James Ellroy); la preguerra y la guerra y la posguerra de Iraq; Stendhal; el final de El sexto sentido (Bolaño no iba al cine, consumía videos; y entonces tenía casi todo un año para atormentarte con sus delirantes hipótesis sobre el final de esa película; recuerdo que una vez me llamó a la una de la mañana y me dijo: “Ya sé: el niño que ve fantasmas es vampiro, ¿no?”); las teorías psicotemporales de Philip K. Dick (que, en más de un caso, compartía); las novedades en la última edición de Gran Hermano; y —claro— todo aquello que a uno le preocupaba: porque Roberto no era sólo un enorme escritor, también era un amigo inmenso.
     O, si no, bajaba desde su casa en Blanes y te tocaba el timbre de golpe y sin previo aviso (una vez empapado por la lluvia, temblando y asegurándome que acababa de matar a un skinhead en una pelea a navajazos en el metro; ¡¡¡y yo le creí!!!, porque Roberto era, también, un gran actor, y después, sorprendido, te decía: “Pero, Rodrigo, ¿cómo puedes creer semejantes cosas?), y de ahí a un bar a conversar —sin acento argentino— sobre tantas otras cosas. La última vez teorizó acerca de que el próximo gran salto evolutivo del hombre sería artificial y no natural: los hombres se autoconvertirían en máquinas para así poder alcanzar las tan lejanas estrellas y “no depender de esta porquería de cuerpo que nos tocó”, gruñó. En realidad, claro, Roberto hablaba de su enfermedad; y ese fue uno de esos momentos. Le dije que sonaba como el replicante Roy Batty de Blade Runner. Bolaño sonrió y dijo: “¿Verdad que me ha salido bonito?”, y se fue a pasear un rato por ahí y a comprar libros.

CINCO.Roberto se hacía amigo o enemigo tuyo en cinco minutos. El que a mí me haya tocado la primera opción prueba que soy un hombre afortunado. Supongo que —como ya dije— a Roberto le intrigó primero mi condición de argentino y escritor. Después, enseguida, me invitó a su casa y supo, sí, que yo era alguien de ser bendecido por el fino arte de su espeluznante acento argentino.
     También —que quede claro— hablábamos de literatura, de leer y de escribir; pero siempre con ese saludable modo con que Roberto se refería a su oficio. Para Roberto, ser escritor no era una vocación, era un modo de ser y de vivir la vida. Si Roberto hubiera llegado a los 150 años, estoy seguro que hubiera escrito hasta los 149 y recién entonces se habría retirado para ser cantante country o capitán de barco o legionario extranjero o algo por el estilo para, después, escribir sobre eso. Lo que se le ocurriera primero; porque para Roberto el futuro era también una buena historia que contar, aunque no fuera la mejor historia de todas. Roberto prefería el presente.
     Ayer, revisando viejos e-mails, encontré esto:
      
     Yo no sé cómo hay escritores que aún creen en la inmortalidad literaria. Entiendo que haya quienes creen en la inmortalidad del alma, incluso puedo entender a los que creen en el Paraíso y el Infierno y en esa estación intermedia y sobrecogedora que es el Purgatorio, pero cuando escucho a un escritor hablar de la inmortalidad de determinadas obras literarias me dan ganas de abofetearlo. No estoy hablando de pegarle sino de darle una sola bofetada y después, probablemente, abrazarlo y confortarlo. En esto yo sé que no estarás de acuerdo conmigo, Rodrigo, porque tú eres una persona básicamente no violenta. Yo también lo soy. Cuando digo darle una bofetada estoy más bien pensando en el carácter lenitivo de ciertas bofetadas, como aquellas que en el cine se les da a los histéricos o a las histéricas para que reaccionen y dejen de gritar y salven su vida.

SEIS.En Tres —su último libro de poesía— Bolaño se despide con un largo texto titulado “Un paseo por la literatura”. Allí, Bolaño sueña que “era un viejo detective latinoamericano y que una Fundación misteriosa me encargaba encontrar las actas de defunción de los Sudacas Voladores”. Allí, Bolaño se presenta como un investigador de libros en llamas, un visitador de países enfrascados en batallas floridas, un médium de escritores extraviados pero unidos para siempre por los estantes de su biblioteca. “Soñé que era un detective viejo y enfermo y que buscaba gente perdida hace tiempo. A veces me miraba casualmente en un espejo y reconocía a Roberto Bolaño”, dijo allí.
     Ahora, Bolaño —sudaca volador que nació en Chile en 1953 pero murió en el universo en 2003— es parte de ese paseo. Y nos corresponde salir a buscarlo y reconocerlo. No será un caso difícil: Bolaño —como Borges— estará en todas partes, en todos esos libros que escribió y en todos esos libros que no llegó a escribir pero, aún así, siempre al frente y en el frente, peleando y peleándose.
     En sus últimos tiempos, Bolaño jugueteaba con la idea de armar una antología de nueva literatura latinoamericana. Primero pensó en llamarla Continente pero, enseguida, le divirtió el título de Invasión y formar a sus elegidos como si se tratara de una unidad de combate: “Unos pocos y muy calificados comandos/ninja, algunos cuantos marines, y el resto… ¡Oficiales de la Cruz Roja!”, se reía a carcajadas.
     Descansa en paz, Roberto. Tus libros seguirán dando guerra.
     Siempre. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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