Letras nocturnas

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Juan Vicente Melo

Cuentos completos

Xalapa, Universidad Veracruzana, 2016, 386 pp.

 

La obediencia nocturna

Xalapa, Universidad Veracruzana, 2016, 194 pp.

Juan Vicente Melo (Veracruz, 1932-1996) fue, ante todo, un cuentista. Luego de un par de libros que responden a distintas etapas de aprendizaje (La noche alucinada y Los muros enemigos), escribió un volumen casi perfecto, inobjetable como un axioma: Fin de semana (1964), uno de los mejores libros de relatos de la literatura mexicana que incluye dos (“Viernes: la hora inmóvil” y “Sábado: el verano de la mariposa”) que podrían figurar en cualquier antología. Son melianos hasta la médula: personajes condenados (toda su obra transcurre en el infierno o, el mejor de los casos, el purgatorio; el paraíso es una promesa inaccesible), atmósferas tropicales que son el revés del edén, angustias de la identidad, vana esperanza de redención, derrota en toda la línea. Allí Melo alcanzó la cima de su arte. Luego vendría El agua cae en otra fuente (1985), en donde hay también piezas notables, como “Mayim”, y una serie de cuentos que ya no alcanzó a recopilar en volumen e integran la última parte de sus Cuentos completos; relatos más cortos, más sencillos, en los que el autor regresa a los mitos de la infancia veracruzana y a sus temas de siempre: la decrepitud, la enfermedad, la muerte.

A pesar de su vocación por el cuento, el nombre de Melo está unido, sobre todo, a una novela, La obediencia nocturna (1969). Arriesgada, ambiciosa, desbordada, La obediencia nocturna es un viaje al abismo, más un vértigo que una novela: “el descenso, hacia abajo, cada vez más profundo. No hay fondo. La caída es lenta”. El narrador cuenta la historia de su obsesión por Beatriz, mujer desconocida e inalcanzable. A pesar de la homonimia, es el reverso de la dama dantesca: no conduce a la divinidad, sino a la nada, en un proceso cíclico sin fin. En la novela la busca el narrador, como antes la buscaron otros y como la seguirá buscando quien toma el relevo al final, pero ella es, como diría Leopardi, la donna che non si trova. Todos los perseguidores, por lo demás, son uno y el mismo; la identidad y la otredad es la gran obsesión moderna de Melo: “Todos somos los mismos. Todos somos demasiados. Yo soy Rosalinda, Adriana, Aurora. Tú eres Enrique-Marcos.” En la novela, en toda la obra de Melo, priva una atmósfera de sumisión al destino, de anulación de la voluntad: aquí se obedece y, por supuesto, la mejor hora para la obediencia –para la obediencia en su forma más pura, o sea, la erótica– es la noche. Melo lo advierte desde los títulos de sus libros: alucinación y obediencia son dominios nocturnos.

La obediencia nocturna es una novela absolutamente romántica que habría merecido la aprobación de Nerval o Hoffmann (Beatriz no desentonaría entre las nervalianas hijas del fuego). Aquí están, sin faltar ninguna, las principales obsesiones de esa convulsión que llamamos Romanticismo: la búsqueda del absoluto, la imposibilidad del amor, la idealización de lo femenino, el enigma de la identidad, la figura del doble, etc. Sin embargo, hay pasajes que delatan una sensibilidad romántica trasnochada y difícil de digerir (pienso en esas celestiales apariciones de Beatriz en la catedral con todo y música de órgano). No obstante, el defecto más grave de La obediencia nocturna no son estos deslices románticos, sino la forma en que la novela se deshilacha hacia el final, cuando escapa al control de su autor en una serie de episodios injustificados y de prosa atropellada. Se entiende que existe la pretensión deliberada de dar la impresión del caos, pero una cosa es el caos y otra la representación artística del mismo, que supone algún orden.

Tal vez la lectura más interesante, hoy, de La obediencia nocturna se encuentre en su discusión del lenguaje, la lectura y la creación de sentido. Hay, en el corazón de la novela, un acto hermenéutico imposible: “el señor Villaranda te envía este cuaderno para que descifres signos y símbolos, para que traduzcas palabras extranjeras”. Pero Melo sabe que, en el fondo, todas las palabras son extranjeras, que la interpretación y la comprensión son ilusiones: “uno dice ‘buenos días’, ‘cómo estás’, ‘da lo mismo’, ‘te quiero’, ‘perdóname’ y, después de todo, no significa nada. Uno hace tal o cual cosa y eso resulta, al fin y al cabo, como decir ‘no sé lo que hago’”. Y es que, en un mundo desprovisto de la trascendencia divina, todo ha sido vaciado de sentido: el lenguaje, las acciones, la identidad personal. Yo, en efecto, es otro, pero el otro es nadie. ~

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(Xalapa, 1976) es crítico literario.


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