Economía y campañas: el cambio contra la continuidad

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En cada relevo presidencial regresan los diagnósticos sobre la economía del país –el crecimiento sigue siendo bajo, la pobreza no disminuye, la desigualdad persiste– y las propuestas para superarlos. Esta vez, más allá de los principios que comparten los candidatos presidenciales –como la estabilidad, la disciplina presupuestal, el libre comercio y la autonomía del Banco de México–, hay diferencias notables entre una estrategia y otra: por un lado, está el proyecto de continuidad y consolidación de las reformas (son los casos de José Antonio Meade y Ricardo Anaya) y, por el otro, la revisión e incluso la cancelación de las reformas (Andrés Manuel López Obrador).

Nuestra economía no solo es estable y crece, también es más fuerte, resistente y diversificada; sus renovados acuerdos comerciales le dan acceso privilegiado a los principales mercados del mundo, y las nuevas reformas le abren oportunidades en sectores de gran dinamismo internacional. Son válidas, sin embargo, las siguientes preguntas: si tenemos una política económica adecuada, ¿por qué el nivel de crecimiento es bajo?, ¿por qué no ha suscitado un mejor desarrollo?, ¿por qué otras economías latinoamericanas como Perú, Colombia, Chile o Panamá, han tenido mejores resultados?

En parte, hemos tenido mala suerte: el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) nació con la crisis de 1994; cuando salimos de ella, apareció China como un nuevo y poderoso competidor global; cuando la economía comenzó a posicionarse de nuevo, estalló la crisis financiera del 2008, que coincidió con la caída de la producción petrolera, a la que se respondió con una reforma energética muy profunda y bien diseñada, pero poco después cayó el precio del petróleo. Por si lo anterior no fuera suficiente, se revirtieron los flujos migratorios, causando presiones inevitables en el mercado laboral.

En realidad, lo que debería sorprendernos es que la economía haya mantenido su estabilidad y crecimiento ante esa sucesión de choques adversos. Se antoja preguntar cómo habríamos estado si no hubieran ocurrido o qué nivel de bienestar tendríamos ahora si la reforma petrolera hubiera estado lista antes del incremento del precio internacional de los hidrocarburos, o si no hubiera caído la producción de este sector. Lo importante, sin embargo, es que la economía mexicana supo responder y adecuarse ante estos retos, y que hoy es más firme. Prevalecen múltiples problemas, pero los cimientos de disciplina, estabilidad, apertura y mercado demostraron ser correctos. Así, el nivel insuficiente de crecimiento económico no es resultado de una política pública fallida sino producto, en buena medida, de una colección de conmociones externas que mermaron su potencial. El mal uso e ineficiencia de los recursos públicos tampoco ha ayudado.

La economía mexicana en el siglo xxi

El TLCAN es uno de nuestros principales activos institucionales: suscitó una integración comercial exitosa y su contribución al crecimiento y desarrollo del país es innegable; por ello, goza del consenso de las principales fuerzas políticas. Pero el ingreso de China a la Organización Mundial de Comercio (omc), en el 2001, representó un fuerte golpe para la estrategia mexicana. En un periodo más o menos breve, un competidor que produce a bajo costo y vende mercancías muy similares a las nuestras invadió el mercado mundial, lo que afectó a México por partida doble: compitiendo en nuestro principal mercado y cambiando el nivel internacional de precios.

El impacto de la inserción china en la globalización se percibe con claridad en el desempeño de nuestras exportaciones en el mercado de América del Norte: una tendencia ascendente se interrumpe en el momento en que China se abre. En los siguientes años se mantiene el retroceso y, al final, remontan las exportaciones mexicanas. Estas tres etapas describen la evolución del TLCAN: al principio, las cadenas de valor se reubicaron geográficamente para aprovechar ventajas de eficiencia y escala y –como predice la teoría del comercio– cada país comenzó su especialización. Sin embargo, esta etapa fue interrumpida por China, que desplazó varios procesos productivos y provocó una redefinición de los sectores viables y competitivos. En la tercera etapa, las economías del TLCAN respondieron con una nueva especialización, que ocurrió en un número menor de sectores pero logró una mayor integración vertical de los tres países. Por este motivo, el comercio intraindustrial domina la relación comercial del bloque.

El peso de China también tuvo efectos en los precios internacionales. Al ser un proveedor de manufacturas, redujo el precio de estas en el mercado global y encareció el de sus materias primas (commodities). Esto ocasionó que los países importadores de manufacturas y productores de materias primas tuvieran una relación de precios favorable –altos para las ventas, bajos para los insumos–, lo que se conoce como una mejoría en sus términos de intercambio. Esta relación de precios es uno de los determinantes más importantes del crecimiento; ha sido benéfica para los países de Sudamérica (Brasil, Argentina, Chile, Perú, Colombia y Venezuela). Pero para México la historia fue opuesta: había dejado de ser un productor especializado en materias primas y ahora lo era de manufacturas. Eso, por sí mismo, basta para explicar el mejor desempeño de las principales economías latinoamericanas en comparación con México durante los primeros años de este siglo.

Además, se redujo la producción petrolera en nuestro país. Fue una caída significativa. Empezó en el 2005 y en su peor momento, en 2008, registró un descenso del 9.2%, lo que le restó casi un punto porcentual al crecimiento anual del pib. Entonces no existía la posibilidad de apertura porque la reforma energética concluyó en el 2013. Sin la reforma y su apertura a la inversión, la economía mexicana no pudo beneficiarse de manera cabal de la evolución favorable de los términos de intercambio, ni de la inversión que habrían atraído. Peor aún, México tuvo que enfrentar la pérdida del 44% del volumen de crudo producido. Cuando finalmente se aprobó la reforma, los precios del petróleo descendieron hasta alrededor de treinta dólares por barril, menos de la mitad de su valor en 2014. Los precios repuntaron mucho tiempo después, a finales del 2017.

Un tercer acontecimiento, relevante y simultáneo a los anteriores, fue la crisis financiera global del 2008. México fue uno de los países que más resintieron sus consecuencias –las finanzas públicas y el crecimiento sufrieron–. El canal de transmisión fue la producción manufacturera en Estados Unidos: su caída del 13.8% se tradujo en una recesión en México del 5.3%. El resto de América Latina libró este impacto por estar más vinculada a las materias primas que a la producción industrial.

La última afectación se dio en el mercado laboral: la migración a Estados Unidos desapareció. De una emigración neta de 570,000 mexicanos en el 2000 pasamos a una inmigración neta cercana a cero en 2016, es decir, la salida natural a la sobreoferta de trabajadores se revirtió.

Lo destacable es que a pesar de esta reversión, se siguieron creando nuevas plazas e incluso se registraron avances en el abatimiento del desempleo, la formalización del mercado laboral y el aumento en la masa salarial (la suma total de las remuneraciones). Gracias a ello, y al complemento del crédito bancario, ha aumentado el consumo, se ha fortalecido el mercado interno y se han incrementado los niveles de bienestar. Otros mecanismos de compensación han operado: por ejemplo, el monto de las remesas parece haber aumentado pese al menor número de migrantes –lo que sin duda contribuye al ingreso familiar, a pesar de que, debido a la sobreoferta laboral en nuestro país, el salario se ha contenido.

Este breve repaso deja en claro que al principio y al final de la primera década del siglo la economía mexicana se vio expuesta a grandes cambios en la economía global y recibió golpes directos que alteraron de manera significativa su trayectoria productiva.

En años recientes la situación ha mejorado. No ha habido más sorpresas y el crecimiento se ha mantenido. Pese a que continúa la caída del pib petrolero, el resto de la economía recuperó su trayectoria ascendente: entre 2015 y 2017 el crecimiento económico en promedio del país, sin petróleo, ha sido superior al 3% –un crecimiento de mayor calidad que no depende de mejores términos de intercambio–. Nuestra economía no solo crece, es competitiva, estable, se reforma y tiene más fuerza y resistencia a las conmociones del extranjero. Entre 1982 y 1983, la disminución del 22.2% en el precio del petróleo y un descenso del 1.2% en la producción industrial de Estados Unidos se reflejaron en caídas del 5.1% del pib y 2% del empleo formal en México. Entre el 2008 y el 2009, debido a una reducción de casi el 50% en el precio del petróleo y del 15% en la producción industrial de nuestro principal socio comercial, las caídas del pib y el empleo formal en nuestro país fueron cercanas al 9% y 4%, respectivamente. En cambio, entre 2014 y 2016, a pesar de que el precio del petróleo se desplomó más del 70% y la producción industrial cayó casi 2%, la economía mexicana registró un crecimiento del 2.7% y el empleo formal aumentó el 7%.

La solidez económica que ha construido México a lo largo de muchos años junto con las reformas estructurales son factores clave para explicar la mejor perspectiva de crecimiento y desarrollo que tiene el país.

¿Pero qué sucede dentro de México, en su mosaico regional? Un grupo de entidades mantiene un alto nivel de crecimiento: se trata de ocho estados que representan el 20% del pib y que han crecido en los últimos seis años a una tasa promedio cercana al 5%. (No es una zona pequeña; si fuera un país tendría el tamaño de Portugal o Perú.) Otros, como Campeche y, en menor medida Tabasco, aún no recuperan el nivel de actividad que tenían en el año 2000; son los más expuestos a la producción petrolera y tienen un desempeño peor que Venezuela. Así conviven en el mismo país “tigres asiáticos” y “venezuelas” bajo una misma política económica. La discusión pública debería enfocarse en los motivos que explican esta diferencia y en lo necesario para que las tasas de mayor crecimiento se extiendan en el territorio nacional.

Otra medida del avance desigual del país es su desarrollo institucional. México ocupa un mejor lugar en el ranking en los indicadores económicos que en los jurídicos, de corrupción o seguridad pública. Estos últimos nos sitúan en los peores lugares del continente. La respuesta a estos problemas es impostergable, pero eso no supone descuidar los aspectos económicos en los que vamos mejor.

Un problema añejo y la siguiente administración

Otro asunto pendiente, uno que la siguiente administración deberá reconocer, es la debilidad de las cuentas públicas. El aumento de la deuda gubernamental fue una de las sorpresas negativas de este gobierno: solo pudo ser contenida hasta el 2017, cuando se recuperó el superávit primario perdido en el 2009, debido a la crisis global –este, por cierto, es indispensable para impedir que crezca la deuda en relación con el pib.

El incremento de la deuda se explica fundamentalmente por el crecimiento del gasto y una recaudación que ha resultado insuficiente, a pesar de la reforma fiscal del 2014 y el significativo avance en la fiscalización. El gasto sigue ganando participación en la economía –tenemos el mayor gasto social de nuestra historia–, pero es ineficiente, pues muchos de sus objetivos no parecen alcanzarse; los niveles de pobreza son prácticamente los mismos. Similarmente, de acuerdo a estudios de la ocde, México es de los pocos países en donde casi no hay mejoría en la desigualdad una vez que se corrige por las políticas redistributivas del Estado. Además, la inercia en varios rubros del gasto impedirá que pueda ser contenido (es el caso de las pensiones, que ya suponen una carga importante, y que aumentará en el futuro). El ajuste conseguido recientemente se debe a recortes a la inversión. Es una corrección transitoria, que de no encontrar respuesta, seguirá debilitando el crecimiento económico, o bien, provocará el regreso del endeudamiento gubernamental.

A pesar de este panorama, son varias las propuestas de los distintos candidatos que agravarían aún más la situación de las cuentas públicas; prácticamente ninguna busca fortalecerlas. Una excepción es la propuesta de López Obrador de reducir sueldos y prestaciones a los altos funcionarios públicos, eliminar las pensiones de los expresidentes y combatir la corrupción en la asignación y el ejercicio del gasto, aunque hay cuestionamientos sobre su viabilidad.

No obstante, la mayoría de las propuestas, de ser implementadas, debilitarán las finanzas públicas. Hay propuestas (López Obrador, Anaya) de reducir el iva en la frontera, en cuyo caso cada punto menos de iva resta 10,400 millones de pesos en ingresos fiscales. Todos han propuesto programas de transferencias en efectivo a ciertos grupos y Anaya ha planteado incluso una renta básica universal. Esta supone un gasto de un billón 386 mil millones de pesos; representaría el 6.4% del pib de 2017 y un monto 52% superior al gasto total de los programas sociales federales en 2018.

((Elaborado con datos del Inegi, Conapo y Coneval, con la premisa de un pago de 1,383 pesos mensuales (línea de bienestar mínimo establecida por Coneval) entregado a 83 millones 544 mil adultos.
))

 Para evitar tales escenarios, los planteamientos de los candidatos deben considerar un recorte equivalente en otros renglones del gasto o un incremento en el ingreso del Estado, pero nada de eso se ha mencionado en las campañas.

Igual de preocupantes son las propuestas que atentan contra las transformaciones recientes, como revertir la reforma energética, crear dos nuevas refinerías y regresar a la autosuficiencia alimentaria (amlo). Pocos estudios evalúan a fondo las implicaciones de estas medidas. Una excepción es “La paradoja de abril”,

((Citivelocity, “Mexico Economics View. The April paradox”. Traducido por Sergio Luna.
))

 una nota que sostiene que ejecutarlas provocaría distorsiones y contradicciones que conducirían a un deterioro significativo de la macroeconomía. Primero, porque la inversión pública se destinaría a la actividad menos rentable del sector energético (basta comparar el rendimiento operativo al interior de Pemex: la ganancia por 9,800 millones de dólares en el área de exploración y producción contra la pérdida de 3,500 millones de dólares del área de transformación industrial, donde se ubica la refinación). Segundo, porque la autosuficiencia alimentaria requeriría cuantiosos subsidios (por medio de precios de garantía) para promover la producción de granos que, por cierto, también es la parte menos rentable de nuestra agricultura; esto, a su vez, desincentivaría la asignación de recursos a productos agrícolas más rentables –que son la base del superávit comercial que hemos conseguido en el sector– y podría generar inconsistencias en los aranceles y la apertura comercial.

((La balanza del sector agropecuario y agroindustrial es superavitaria desde 2015, y en 2017 ascendió a 5,411 millones de dólares.
))

 Más aún, pasa por alto la lección principal de los precios de garantía en los años setenta y ochenta, cuando el precio más elevado de la tortilla se registraba en las zonas rurales: se termina por perjudicar a los que menos tienen.

El deterioro macroeconómico vendría de no contar con un aumento en la inversión fija bruta; el incremento de la inversión pública sería insuficiente para compensar la contracción de la inversión privada. En comparación con un escenario de continuidad, se estima que para 2022 la propuesta de cambiar la estrategia económica ocasionaría que el pib crezca casi un punto menos, que el peso sea 20% más débil frente al dólar y que la inflación sea 25% más alta. Con el tiempo, se deteriorarían las cuentas fiscales (el déficit podría llegar al 4%), lo que afectaría la calificación de riesgo soberano, conduciría a tasas de interés más altas, y posiblemente a escenarios aún más adversos.

El país es estable, abierto e instrumenta reformas estructurales que fortalecen su competitividad y cuyos beneficios, en algunos casos, ya son palpables. Un buen ejemplo de ello son las telecomunicaciones: ha crecido la inversión en el sector, se han reducido en 43% las tarifas de celulares, se ha triplicado el acceso a la banda ancha y en la actualidad hay 81 millones de usuarios de telefonía móvil. Otro ejemplo es el sector financiero: tenemos el ciclo crediticio más prolongado de nuestra historia, con un récord en profundidad crediticia y costos financieros de un solo dígito para las empresas. En otros casos los beneficios tardarán más en reflejarse, como en el sector energético donde se calcula una inversión potencial de 200 mil millones de dólares. No es un monto menor: equivale al 16% del pib actual, y un efecto multiplicador conservador –de uno a uno– implicaría un pib superior en ese mismo porcentaje.

Por otra parte, y pese al proteccionismo comercial del gobierno de Donald Trump, una renegociación favorable del TLCAN es viable. De lograrse –y cosiderando la salida de Estados Unidos del Tratado de Asociación Trans-pacífico (TPP por sus siglas en inglés)–, México sería un puente más atractivo hacia el Pacífico, con acceso privilegiado a nuestros vecinos de América del Norte. La perspectiva del crecimiento estadounidense también es favorable: seguirá liderando al mundo desarrollado. Por último, ya no se prevén caídas significativas del precio del petróleo en los próximos años, lo que permitirá aprovechar la reforma energética.

En suma, las condiciones externas e internas presentan una perspectiva económica favorable. Para aprovecharlas, hay que mantener la estabilidad y la competitividad, sostenidas en los principios de disciplina fiscal y apertura del mercado. ~

 

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(ciudad de México, 1960) es director ejecutivo de Estudios Económicos y Comunicación del Grupo Financiero Banamex-Citigroup.


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