Berlinale 2017: muros, migrantes y máscaras

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El pasado 27 de enero, el alcalde de Berlín dirigió un mensaje a Donald Trump. Tras urgir a los estadounidenses a aprender de los errores históricos cometidos por los alemanes, Michael Müller dijo: “Señor presidente: No construya ese muro.” La frase era una variante del “Señor Gorbachov: Derribe ese muro”, con la cual Ronald Reagan animó al líder soviético a iniciar las reformas que culminarían con la caída del Muro de Berlín. Lo notable de la declaración de Müller fue la comparación –sin matices ni grados– entre la frontera imaginada por Trump y aquella que dividió a los berlineses durante casi treinta años. Dice mucho que los alemanes mismos lancen la advertencia; también, que manifiesten públicamente su empatía hacia México.

La sola circunstancia histórica dio interés adicional a la 67ª edición del Festival Internacional de Cine de Berlín. Aún más, este año, la Berlinale (como se conoce al festival) lanzó el programa Country in Focus –que cada año hará visible la cinematografía de un país– y eligió a México como primer invitado. Las actividades del programa no eran visibles para los asistentes no acreditados, pero para ellos el festival programó seis películas mexicanas (cuatro largometrajes y dos cortometrajes). Por otro lado, el alto perfil de uno de los miembros del jurado oficial, el actor Diego Luna, contribuyó a la visibilidad del país invitado. Las declaraciones de Luna frente a los restos del Muro de Berlín fueron rescatadas por los medios mexicanos –por tradición, desinteresados en festivales de cine.

Primeriza en la Berlinale, di prioridad a la competencia oficial –sección que, a fin de cuentas, es la carta de identidad de un festival–. Por ser uno de los primeros del año, el de Berlín es elegido por cineastas reconocidos para someter a concurso sus producciones recientes. Este año generaban expectativa las cintas de Sally Potter, Agnieszka Holland, Volker Schlöndorff y Aki Kaurismäki, entre otros. Pocos de ellos estuvieron a la altura. A continuación, un repaso breve por puntos altos y bajos de la sección oficial.

Félicité, de Alain Gomis. Ganadora del premio del jurado, narra los esfuerzos de una cantante congolesa para costear la operación de su hijo. Su fuerza radica en su protagonista, la debutante Véro Tshanda Beya. Gracias a ella, una trama que podía haber caído en el miserabilismo da lugar al retrato de un temperamento resistente.

Final portrait, de Stanley Tucci. Formulaico, irrelevante y plano, el relato de los últimos meses del pintor Alberto Giacometti es ejemplo de los compromisos que plagan a los festivales. Su protagonista, Geoffrey Rush, recibió el premio Berlinale Camera y seguro eso obligó a exhibir su convencional película.

Spoor, de Agnieszka Holland. Situado en un bosque polaco, es un thriller que investiga la muerte en serie de cazadores locales. Su protagonista considera que la vida de los animales tiene el mismo valor que la humana, rasgo que la convierte en “la loca de la aldea”. La simpatía de Holland está del lado de ella, y esto lanza un desafío a la audiencia. Una favorita personal, obtuvo el premio Alfred Bauer otorgado a películas que abren nuevas perspectivas.

The party, de Sally Potter. De los títulos más esperados, una farsa en blanco y negro de apenas 71 minutos proveyó entretenimiento –pero no mucho más–. Reunidos en una casa, una plana de actores notables lanzan one-liners cáusticos que revelan secretos terribles. Sin ser la mejor película de la experimental Potter, aportó humor y agilidad a una serie de mañanas frías.

Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio. Tras la gozosa Gloria, el chileno vuelve a celebrar formas no convencionales de la feminidad. Tras la muerte de su amante, una mujer transexual enfrenta el desprecio de la familia de aquel. Lelio narra su material con sobriedad y contención, secuestrando el interés del espectador. Obtuvo el premio al mejor guion.

Return to Montauk, de Volker Schlöndorff. Pasaría inadvertida de no ser por el nombre de su director. En esa medida, la cinta es un fiasco. La historia de un escritor que se reencuentra con una mujer a la que amó es un cúmulo de clichés sobre la vida literaria, desarrollado en sets con estética de publicidad.

El bar, de Alex de la Iglesia. Partiendo del supuesto de que todo lo excesivo es cómico, el español repite los tópicos del cine apocalíptico sin el ingenio de sus primeras cintas. Su estridencia no arrancó una sola risa del público.

The other side of hope, de Aki Kaurismäki. Narrada con el humor seco que distingue al director, la historia de un refugiado sirio y del finlandés que le da empleo consiguió algo difícil de concebir: tratar el problema más doloroso de la actualidad y, simultáneamente, levantar los ánimos del festival. Aunque Kaurismäki había tratado el tema de la inmigración en su anterior Le Havre, su nueva cinta refuerza con pertinencia asombrosa el llamado global a defender a los migrantes. Sus méritos, sin embargo, son cinematográficos: estética mínima, diálogos perfectos y personajes en apariencia patéticos pero, en el fondo, heroicos. Favorita indiscutida de la mayoría, obtuvo el premio al mejor director. (En acato a una ley tácita que dicta que la película que uno se pierda será la ganadora de un festival, un retraso en mi llegada a Berlín me impidió ver On body and soul, de la húngara Ildikó Enyedi, que obtuvo el Oso de Oro.)

De vuelta a la presencia de México, una de sus cintas dejó una impresión profunda, recibió elogios de la crítica y estuvo entre lo mejor de la Berlinale. El documental La libertad del diablo, de Everardo González, reúne conversaciones con víctimas y perpetradores de la violencia que azota al país. Para protegerse de represalias, estos llevan máscaras de tela que les cubren el rostro, excepto ojos, nariz y boca. El efecto visual es siniestro. Lo más inquietante, sin embargo, es que las máscaras homologan a individuos que uno pondría en lados opuestos del espectro moral. Más que dividirlos en “culpables” o “inocentes”, la cinta muestra que todos son presas de un sistema descompuesto –y que ese es el verdadero horror.

Otra de las cintas mexicanas que viajó a Berlín fue Canoa, de 1976, con motivo de su restauración y edición en The Criterion Collection. Su director, Felipe Cazals, la presentó al público berlinés y habló de su vigencia. “Antes estábamos mal –dijo, refiriéndose a México–, ahora estamos peor.” La libertad del diablo ilustraba su punto y servía de complemento a Canoa. Viéndolo del lado bueno, ambas películas fueron prueba de que puede hacerse cine espléndido a partir –y a pesar– del horror. Hace 41 años, Canoa obtuvo en la Berlinale el premio especial del jurado; este año, La libertad del diablo obtuvo ahí mismo el premio Amnistía Internacional. ~

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es crítica de cine. Mantiene en letraslibres.com la videocolumna Cine aparte y conduce el programa Encuadre Iberoamericano. Su libro Misterios de la sala oscura (Taurus) acaba de aparecer en España.


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