Muerte por agua

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El que Julio Verne, el gran optimista, el apologista del conocimiento científico y del desarrollo tecnológico, el anunciador de algunas de las grandes aventuras del siglo XX y creador de muchos de los mitos y sueños del hombre contemporáneo, haya escrito al final de sus días una pequeña novela pesimista que supera nuestras actuales previsiones causadas por el sobrecalentamiento global con el hundimiento debajo de las aguas de todos los continentes y el consecuente fin de la actual civilización, no deja de ser simbólico y revelador.

El eterno Adán, publicada en 1905, año de la muerte del autor de Veinte mil leguas de viaje submarino, narra el descubrimiento, por un sabio de una civilización futura, de un manuscrito fechado en un año desconocido del segundo milenio de nuestra era. Probablemente sea el siglo XXI, a juzgar por el testimonio del que lo escribe: uno de los nueve sobrevivientes de la gran hecatombe, náufrago en un nuevo y único continente situado en medio del océano, resultado de la reaparición de la Atlántida. El manuscrito comienza en Rosario, Sinaloa, y uno de los sobrevivientes es un científico mexicano, el doctor Moreno, cuyos conocimientos, unidos a los de los otros sabios, no salvan a los descendientes de los náufragos de una posterior involución que los llevará a perder todo rasgo de cultura y civilización, incluidos el vestido, la escritura, los sentimientos humanos y prácticamente el lenguaje.

En el centro de la novela está la doctrina del eterno retorno: un eterno Adán en oposición de la teoría darwinista de la evolución de las especies. Según la novela, el hombre alcanza un grado de civilización y se precipita en la barbarie para salir y entrar en ella innumerables veces. Es un caso aparte entre las especies vegetales y animales que sí evolucionan, aunque para Verne, lamarckianamente y no darwinianamente. El hombre siempre es humano, si bien en diferentes grados y se despeña cuando cree que ya ha llegado al pleno dominio de la naturaleza. Tanto el sabio futuro, descubridor del manuscrito, como los ejemplares hombres de conocimiento y acción sobrevivientes a la inundación y el afloramiento del continente atlántico creen en un progreso incesante y benéfico al que la naturaleza se encarga de desmentir. ¿Qué es lo que hizo que Verne terminara su saga con esta novela antítesis de todo su ciclo y sobre todo de la última publicada en su vida: La isla misteriosa? ¿Quiso salvar al hombre de descender de los simios aun hundiéndolo en el eterno retorno? No lo sé. En todo caso los protagonistas de El eterno Adán, siendo los mismos héroes positivos de todas las novelas de Verne, enfrentan, si bien con estoicismo, un inevitable fracaso, más radical que el del capitán Nemo (“Muero de haber creído que se podía vivir solo”, dice en La isla misteriosa). Juntos, como los héroes del Robinson suizo de Wyss –que a Verne le sirvió desde su infancia de ejemplo, y que estimaba más que al de Defoe, justamente por tratar de un Robinson colectivo–, y pese a encarnar la cúspide de la voluntad y del conocimiento humanos, no logran rehacer la cultura y la civilización. Tal parece que al final de sus días a Julio Verne se le impone otra de sus admiraciones: Edgar Allan Poe y sus Aventuras de Artur Gordon Pym.

La conversación de sobremesa, con la que comienza el manuscrito y a la que pone brusco fin el hundimiento continental, es paradigmática: sólo el doctor Mendoza, juez de la ciudad sinaloense de Rosario, se atreve a postular el fin de la línea ascendente del hombre al suponer, ante las risas de científicos y hombres de acción, la posibilidad de un fin simultáneo de la corteza terrestre. Para sus interlocutores, el perfeccionamiento de la humanidad está garantizado por la difusión de la cultura occidental y del desarrollo científico por todo el globo terráqueo, y ven próxima la conquista y colonización del sistema solar. Al surgir la amenaza de las aguas del mar, el anónimo redactor del manuscrito, pese a su anterior refutación de la teoría del aniquilamiento de la especie, responde positivamente: “Sin embargo, no tardé mucho en recuperar la sangre fría. La verdadera superioridad del hombres no está en dominar, en vencer a la naturaleza; está, para el pensador, en comprender, en contener al universo en el microcosmos de su cerebro; está, para el hombre de acción, en mantener el ánimo sereno ante la rebelión de la materia; está en decirse: ‘Destruirme, ¡sea! Emocionarme nunca’.” Al final de su relato, el mismo personaje verniano se emociona, aunque sin abandonar del todo su estoicismo: “… Pero con ellos, con nosotros, esos rasgos imprecisos de los hombres que fuimos –pues, en verdad ya no los somos– van a perderse para siempre. Aquellos que vengan, nacidos aquí, no tendrán conocimiento alguno de otra existencia. La humanidad se reducirá a estos adultos –los tengo ante mí mientras escribo esto– que no saben leer ni contar, y que apenas saben hablar; a estos niños de afilados dientes, que parecen no ser otra cosa sino vientres insaciables.” ¿Una premonición, otra más del visionario genial, de una obra del género fundado por Defoe? O una todavía más terrible: ¿la de un próximo cataclismo, esta vez fruto no de la naturaleza, sino de la mano del hombre? ~

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