Ludwik Margules: La aguerrida vitalidad del sobreviviente

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En diferentes espacios críticos, he considerado la puesta en escena de De la vida de las marionetas, a partir del guión cinematográfico de Ingmar Bergman, como la muestra contundente de la plenitud alcanzada por el teatro mexicano en la segunda mitad del siglo XX. A la vez que condensaba la experiencia y madurez del Teatro Universitario surgido de Poesía en Voz Alta, la puesta en escena de Ludwik Margules reunía, en su perfección formal y su estremecedora complejidad emotiva, las dos líneas fundamentales del director nacido en Polonia, formado profesionalmente bajo la tutela de los grandes renovadores de la escena mexicana (Salvador Novo, Fernando Wagner, Seki Sano) y muerto el 7 de marzo pasado: por un lado, la rigurosa articulación del lenguaje polifónico del teatro, que había explorado en espectáculos como El círculo de tiza caucasiano de Bertolt Brecht, y La trágica historia del doctor Fausto de Christopher Marlowe, donde –señala Alejandro Luna– “finalmente se conformó con un escenario de sesenta metros de boca (el Frontón Cerrado de CU), torres góticas lanzacohetes, algunas máquinas renacentistas y un vestuario de astronautas medievales”; por la otra, la minuciosa disección del comportamiento humano, encarnada en una profundidad actoral sin parangón en el teatro mexicano, que Margules desarrolló explorando en los abismos insondables de la condición humana presentes en obras como Severa vigilancia de Jean Genet, Fiesta de cumpleaños de Harold Pinter y, sobre todo, El tío Vania de Anton Chejov. Por medio de estos autores, así como de su pasión por los poetas isabelinos y la visión de Shakespeare expuesta por Ian Kott (Ricardo III, un Hamlet ensayado durante un año y no estrenado, su testamento artístico: Noche de reyes), el director reconvirtió la furia de su experiencia en los campos de refugiados en Rusia y Tayikistán, la asfixia de la vida en la Polonia de Posguerra, en una poesía abrasadora que materializaba en el espacio y los cuerpos de actores y espectadores la tragedia del hombre moderno, su condena ante “el capricho y la ferocidad de la historia”, su soledad en el mundo, “la omnipresencia y omnisciencia del absurdo como regidor de nuestras vidas”.

Dotado de una mirada extremadamente atenta ante el menor atisbo totalitario (tanto en el futuro opresor como en el comportamiento propiciatorio de las víctimas) y de una obsesión por los detalles reveladores, la complejidad del teatro cultivado hasta entonces por el director que se declaraba “un agnóstico creyente”, parecía más bien seguir un principio de la gnosis: “reconoce lo que está ante tus ojos y lo que está oculto te será revelado.” Visión que extendía al terreno de lo íntimo, donde la angustia de la vida en común iba siempre aparejada a la degradación del afecto, y que junto a un humor transgresor trajo como resultado puestas en escena de madurez plenas de tensión y equilibrio, como Querida Lulú de Frank Wedekin, Jacques y su amo de Milan Kundera, Largo viaje del día hacia la noche de E. O’Neill, y, sobre todo, su renovador tratamiento de la puesta en escena operística con The Rake’s progress de W.H. Auden-Stravinski, Fausto de C. Gounod y Aura, de Mario Lavista, sobre el relato de Carlos Fuentes adaptado por Juan Tovar.

Al asumir el hecho teatral como expresión vívida del máximo rigor intelectual, Margules supo siempre convertir la materia de los grandes autores universales en una experiencia de autoconocimiento sensible. “La patria de todo hombre de teatro es Sófocles”, solía repetir ante los embates de un nacionalismo escénico que –en su propio decir– le otorgaba y quitaba el pasaporte dependiendo del contenido de sus obras, y en el que veía el principal obstáculo para mirar a México y su drama. Dejando a un lado la condición del exilio, en años más recientes se sumergió en el alma de un país al que entendía de un modo entrañable, a través de una relectura de autores mexicanos a los que redimensionó en el panorama de la literatura dramática universal: Ante varias esfinges de Jorge Ibargüengoitia a la luz de Chejov, Las adoraciones de Juan Tovar (su dramaturgo de cabecera), El camino rojo a Sabaiba de Óscar Liera (traducido gracias a él en Polonia, donde deseaba llevar a cabo su escenificación), Un hogar sólido de Elena Garro como epílogo crítico de un viejo Sartre.

Consciente de que un “espectáculo teatral que no conlleve el intento de ensanchar el idioma, el lenguaje teatral, está estancado: no es teatro…”, Ludwik Margules realizó en los últimos años una depuración de su lenguaje escénico que, siguiendo los caminos abiertos por Brecht y Peter Brook, renuncia a todo ornamento y se concentra en la búsqueda de lo esencial. En el amplio formato del Don Juan de Molière o en la desgarrada intimidad del Cuarteto de Heiner Müller, el principio permaneció el mismo, su definición última del teatro: “Un gramo de emoción en un centímetro de espacio.”

El límite de tal planteamiento constituyó el éxito de su penúltima producción, Los justos, donde las brillantes adaptaciones al texto sustituían la retórica sentimental de Camus por el conocimiento de causa de Margules, y donde el despojo de la puesta en escena acentuaba la idea de eliminar toda convención y acción escénicas para concentrarse exclusivamente en el conflicto humano.

Amigo entrañabilísimo y maestro en el más amplio sentido del término, Ludwik me otorgó el privilegio infinito de articular sus memorias (Ludwik Margules, memorias, El milagro/Conaculta, 2004), “un tratado de dirección en primera persona” –como lo definió uno de sus primeros lectores–, y legó al teatro mexicano varias generaciones de actores, escenógrafos, directores, escritores, formados bajo su cobijo. De su aguerrida vitalidad (la del sobreviviente que celebra el hecho mismo de mantenerse en la batalla) extraigo ahora el valor de su herencia; de su sabio escepticismo, la certeza de que la dimensión del artista ha muerto con él. ~

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