El equipo imposible

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Una mañana de verano, tomando café en Seúl, le escuché decir a César Luis Menotti, auténtico Quijote de las canchas, que la gran diferencia entre el Santos de Pelé y el Real Madrid de Di Stéfano, los dos equipos que gobernaron el mundo a finales de los cincuenta y principios de los sesenta, estribaba en la desidia tropical del primero y la cautelosa administración del segundo. El club de Don Santiago Bernabéu tuvo la visión de fundir con humildad las copas que ganó y erigir, con pilares de hierro, una organización capaz de sobrevivir la temporalidad de sus éxitos. Mientras tanto, el Peixe brasileño se bebió con aire de carnaval los cálices de la victoria que Pelé llevaba cada año a sus vitrinas, hasta que un día se encontró pobre, agotado y con O Rei trabajando de ídolo por su cuenta, fuera de las canchas.
     Aquel Real Madrid, que sabía seguir el pulso de las épocas, ha desaparecido. El Madrid actual, que tiene mucho más de ambicioso que de prudente, preocupa. El equipo blanco se ha convertido en un escaparate. Después de recoger estrellas durante los últimos años, el Madrid ha adquirido lo único que le faltaba: el primer popballer de la historia. El inglés David Beckham combina el glamour de un icono pop con el atractivo de un rostro hollywoodense: tiene, al mismo tiempo, una mujer famosa y arrogante, todo el dinero imaginable y la mejor pierna derecha del futbol europeo. La llegada a Madrid del chico
     londinense supone la conquista de los últimos territorios que le faltaban a la galaxia blanca. Con “Becks” a bordo, la nave de los utópicos ya no tiene fronteras inalcanzables.
     Los brasileños Ronaldo y Roberto Carlos son los reyes de Sudamérica; el portugués Figo es el “Judas” del barcelonismo y el capricho más caro del Madrid; la elegancia del galo Zidane capta el interés en Francia y África, y Raúl es el modelo aspiracional para la mayoría de los jóvenes españoles. Mientras tanto, en el Reino Unido y en Asia, la Beckhammanía gobierna las mentes y los peinados de los adolescentes. Nadie se compara al Spice Boy cuando se habla de proyección mediática y fuerza comercial. Las televisoras reproducen su imagen de sex symbol en los cinco continentes. Estados Unidos no tardará en caer a los pies del rey David: MTV ya empieza a invitarlo, con diamantes en el cuello y esposa en mano, a pasearse por la alfombra roja. De la mano del rubio inglés, el Real Madrid será un fenómeno mundial: una genuina sábana blanca.
     Aunque asegura que su “única habilidad es ser normal”, Florentino Pérez, el presidente madridista, ha demostrado ser un fino catador de las nuevas reglas del mercado. Apelar a la fantasía de las masas es una fuente de inmenso poder, por eso el Real Madrid se recrea permanentemente a cualquier precio, realizando maniobras de seducción que hacen blanco directo en el corazón de la opinión pública. Desde que Pérez ganó las elecciones en julio del 2000, el equipo madridista ha mantenido su política de fichar una figura planetaria por campaña: ha invertido 266 millones de dólares en las contrataciones de Figo, Zidane y Ronaldo. Desde el punto de vista deportivo, el Madrid necesitaba zagueros, pero “los defensas no venden ni una escoba”, según dice Florentino, quien en una tarde puso fin a la era del capitán Fernando Hierro.
     Con la contratación de “Becks”, el Madrid asesta un golpe incontestable a sus adversarios.
     Por eso, Florentino no se preocupa por el costo de la nómina salarial del Real Madrid, que en el 2001-02 fue la más alta del futbol mundial. Al contrario. El presidente blanco califica a su colección de ídolos como “extraordinariamente rentables”. Ronaldo le genera al club unos doce millones de dólares por año, producto de la renegociación de convenios con empresas que ahora pagan un precio más alto por mantener su relación con la destellante organización merengue. Sólo la empresa Siemens Mobile le aporta quince millones de dólares anuales por el anuncio en la camiseta, lo que convierte la casaca blanca en la tercera más cara detrás del Bayern Munich (T-Mobile) y Juventus (Fastweb/Tamoil).
     En Japón, la camisa más vendida después de la azul de la selección nipona es la que lleva impreso el nombre de “Beckham”, también nombrado por la Reina Isabel ii como Caballero del Imperio Británico. El día que se presentó con el Madrid, la tienda oficial del club, “Area Real Madrid”, agotó en una hora el surtido de doscientas prendas a razón de noventa dólares por unidad. Era apenas el comienzo de los ciento treinta millones de dólares que esperan recaudar en los próximos tres años sólo por ese concepto.
     Para redondear el hechizo global, Adidas y Florentino acordaron que David llevara el “23”, número con aura de imbatibilidad que universalizara Michael Jordan, icono de la competidora estadounidense Nike. Estaba también disponible el “4”, pero en gran parte de Asia ese dígito es considerado de mal agüero y eso sobrecogería a los compradores de su gran mercado. Con la efigie de Beckham haciendo trucos con la pelota ante sus nuevos feligreses, quedaba preparado el conjuro con el que el que la tribu de los “merengues” desafiaría a sus rivales: star power absoluto.
     El Real Madrid se ha propuesto crear un verdadero reino postmoderno en el que nunca se ponga el sol: reinventa al Titanic en pleno césped peninsular. Jorge Valdano, director general del equipo, se ha encargado de urdir el proyecto con la misma sustancia inasible con la que se tejen los sueños. Todo está en la ilusión de ver al once ideal, la alineación simplemente perfecta sobre la cancha. El problema está en tratar de recordarles, a los que pierden la cabeza entre las cifras que arroja el fenómeno, que la auténtica fuerza de la escuadra imposible no es la mercadotecnia, sino la magia deportiva de esta especie de semidioses paganos que habitan el vestidor de la Casa Blanca.
     Se trata de una escuadra de fantasía que parece sacada de un cómic de superhéroes: un terremoto (Ronaldo), un torbellino (Roberto Carlos), un mago (Zidane), un escapista (Figo) un intimidador (Raúl) y un artista pop (Beckham). Hoy los Globetrotters visten de blanco, vienen de todas partes menos de Harlem, y conforman un equipo irresistible para la imaginación y la geografía. Pero el peligro está ahí, como en cualquier ejercicio impulsado por los resortes de la megalomanía. Como evocaba el Adriano de Yourcenar, el triunfo es el momento de mayor riesgo para el hombre. El equipo deberá cuidarse de ser atropellado por la fama, que en España resulta un animal voraz; o peor aún, del riesgo de ser devorado por las bestias que despiertan atraídas por los tufos de la ostentación, esos que desde hace tiempo flotan por el coloso de La Castellana. ~

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