La aritmética del león

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Pocos animales han convivido de manera más cercana con el ser humano como el león, al que aniquilamos conforme nos expandimos por la tierra (un mapa, publicado el año pasado por la organiza- ción Panthera, que compara las áreas histórica y actual de la población de leones, nos da una idea del calibre del exterminio). Sus figuras recorren nuestra imaginación y nuestro mundo, haciendo acto de presencia desde la cueva de Chauvet hasta las constelaciones. El león es símbolo de justicia (Plinio el Viejo dijo que “entre las bestias, solo el león perdona a quien suplica”), guardián de palacios, ciudadelas y oficinas, así como prueba de valentía para los héroes de leyenda: Sansón, Gilgamesh, David y Hércules. A medida que la civilización humana ganó terreno (y fuerza), el león abandonó la fantasía. Miles acabaron masacrados en arenas romanas y torneos de gladiadores, y miles más han sido asesinados por occidentales, en busca de un trofeo, desde antes del siglo XX (Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos, fue un cazador mucho más prolífico que Walter Palmer).

Como con otras especies, el ser humano ha tratado al león como objeto de fascinación y como esclavo: adorna banderas pero también entretiene en circos; inspira historias y muere acribillado desde un jeep. Es Cecil, el amigo de los turistas, el animalito que posa para la foto, el que otorga datos a los investigadores, y el carnívoro sin nombre que el estudiante Goodwell Nzou, en una carta pública donde afirma que “en Zimbabue no lloramos por los leones”, se jacta de despreciar: criatura asombrosa o monstruo prescindible. La realidad es que, al igual que nosotros, el león es un animal social, y solo por desgracia de la lotería evolutiva comparte espacio con la raza humana. No hay libro o estudio sobre él –ya sea el trabajo de Dereck y Beverly Joubert o el de George Schaller– que no describa a un animal complejo, como el propio elefante o la jirafa, capaz de tender lazos afectivos, deprimirse con la muerte de un familiar y recordar viejas afrentas.

Es difícil observar la vida de un animal tan interesante y enigmático como el león desde un tamiz que no sea antropomórfico. Y quizá no debemos resistir ese impulso: su salvación tal vez reside en la posibilidad de que proyectemos nuestra idea de lo trágico en ellos. En Hunting with the moon, Dereck Joubert relata los últimos días de un viejo alfa, llamado Sequela, que volvió a Savuti después de pasar años en el exilio. “Con una melena agolpada en trozos aislados, como islas en un mar de piel desnuda, Sequela se había vuelto un animal tristísimo […] el equivalente al rey Lear”, escribe. Perdido en su viejo territorio, el animal vagaba desahuciado hasta que se encontró con las leonas de su manada, aquellas que años antes aceptaron a un macho más joven, apartándolo del grupo. Joubert cuenta cómo las hembras se acercaron a saludarlo, mientras los machos mantenían distancia, en señal de desinterés o respeto. Esa noche la manada no cazó; durante horas acompañaron a Sequela, rozando sus frentes contra la suya hasta el amanecer. En la mañana, el viejo alfa se despidió de la última hembra y “caminó rumbo a la sombra, donde una brisa suave, que apenas sacudió al pastizal, lo golpeó mientras andaba. El león perdió el balance, desplomándose sobre la tierra”.

Es notable en cuántas ocasiones quienes escriben de leones hablan de ellos en términos shakesperianos (“como el rey Lear”) o políticos, como si fueran nuestros avatares literarios e históricos dentro del mundo animal. En su artículo “The short happy life of a Serengeti lion”, David Quammen describe el perfil de un macho como el de un “senador romano”. A lo largo del texto –la crónica, digna de un western, de cómo C-Boy vuelve a apoderarse de una manada–, el autor habla de la relación entre leones en términos políticos, a la que denomina “la fría aritmética de la sociedad leonina”. No es casualidad que, entre todas las especies animales, Disney lo haya escogido para protagonizar El rey león, una especie de Hamlet animado. Vistas por nosotros, las vidas de los leones inevitablemente adquieren un carácter dramático, como ocurrió con la muerte de Sequela, narrada por un hombre que ha pasado gran parte de su vida estudiando a estos animales con la mirada objetiva de un científico. El tigre es una pesadilla, un villano, un cazador solitario: es Shere Khan, el espectro del poema de Blake y la criatura casi mística de Dersú Uzalá. En contraste, para quien decide observarlo o adaptarlo a la ficción en vez de cazarlo, el león –gregario, misterioso, al mismo tiempo dulce e implacable con sus semejantes– parece ser el espejo idóneo para reflejarnos en el mundo animal.

En The Serengeti lion, George Schaller describe la forma en la que el león nos observa. “Sus ojos –dice– tienen esa mirada indiferente que para el observador humano pueden dar la impresión de que siempre ve a nuestro alrededor pero jamás nos ve de frente.” Al león, el ser humano no le interesa: no tendemos a ser su presa y desconoce que somos un peligro. La paradoja es que nosotros lo hemos mirado con atención desde la prehistoria. La desgracia es que, aun reconociéndonos en él, esa fascinación no redunde en respeto y distancia para nuestro animal de leyenda. ~

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