Sobre un lugar común

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para Diana Coronado

En un ensayo de hace años,*Haruo Shirane observaba que la visión occidental del haiku como un poema que surge de una observación directa de la realidad, prescinde de las metáforas y tiene la naturaleza por tema exclusivo es una concepción decimonónica, surgida en Japón como reflejo del realismo occidental y que se difundió después en Occidente como esencialmente japonesa. “Bashô, que escribió en el siglo diecisiete, no habría hecho tal distinción entre la experiencia personal directa y la imaginaria, ni habría valorado los hechos por encima de la ficción.”

El haiku nació como hokku y haikai: eslabón en una cadena poética colectiva que de estrofa en estrofa iba cambiando de época, de lugar, de motivo, para “crear un nuevo mundo inesperado a partir del mundo del verso anterior”. Es, desde el principio, literatura de imaginación. En muchos poemas, Bashô, Buson y otros maestros del género evocan hechos históricos y pasajes literarios, imaginan paisajes nunca vistos y aun conciben experiencias por venir. Haruo Shirane da un ejemplo inmejorable: el haiku en que Buson habla del frío que le cala los huesos ante el cadáver de su esposa, que en realidad lo sobrevivió 31 años.

A más de un lector le revoloteará la famosa definición de Bashô: “haiku es lo que ocurre aquí y ahora”. Sí, pero lo que nos ocurre aquí y ahora son también los recuerdos y la imaginación. El pasado y el futuro de que está cruzado el presente son también materia del haiku. El presente instantáneo de la escritura es real pero solo como eco de la lectura. (Durante el año largo en que participé en la escritura de un renku –la variante moderna del renga– en un grupo bajo el magisterio de Tadashi Kondo, sucesor de Bashô al frente del Rakushisha, vi cómo los poetas, lejos de abandonarse al dictado de la tartamuda inspiración, meditaban, consultaban los diccionarios y esperaban la sanción de los colegas antes de fijar su eslabón a la cadena.) Añado a los ejemplos que da Shirane uno del que me ocupo en Luna en la hierba, y que cito en la versión del poeta cubano Orlando González Esteva:

うたがふな潮の花も浦の春

La primavera

también da a la bahía

flor de mareas.

Un lugar común quiere que el haiku prescinda de metáforas (como si el pensamiento pudiera hacer tal cosa). Aquí, la flor de mareas son las olas, blancas como cerezos, vistas desde los montes por cuyas laderas se acerca el viajero a la bahía. Pero el poeta no las vio desde ahí, sino desde los ojos del artista que trazó cierta estampa, según cuenta él mismo en la nota previa al poema. Bashô habla de las flores de primavera vistas en un dibujo y al hacerlo, además, alude a un poema cuatro siglos anterior al suyo, el de de Fujiwara no Ietaka (1158-1237):

にほの海や月の光のうつろへば波の花にも秋は見えけり

El Lago Biwa:

a la luz de la luna

parecería

que a la flor de las olas

también llega el otoño.

El poema de Ietaka es a su vez una respuesta al que escribió tres siglos antes Fun’ya no Yasuhide:

草も木も色かはれどもわたつみの波の花にぞ秋なかりける

Cambia el color

de la hierba y los árboles,

pero la flor

de las olas del mar

no conoce el otoño.

Las flores de las olas otoñales son en esa imagen, para los lectores que he interrogado, blancas: la palabra que designa al mar en el poema, watatsumi, nombra también al dios o los dioses del mar y evoca además la recolección de algodón (wata es algodón). Al llegar a la playa de Bashô, se convierten en flores de las mareas primaverales. El poeta mira una estampa y evoca un poema que alude a otro poema. Lo que vemos nosotros es, al cabo, el mar, toujours recommencée.

Bashô, poeta peregrino, viajaba con los pies y con la imaginación. Quien haya leído las Sendas de Oku no dejará de advertir cómo en sus excursiones el poeta no va solo al encuentro de la naturaleza: sale para ver un templo o un santuario, la llanura que fue asiento de un castillo y escenario de una batalla, el mar cuyas olas suscitaron flores en otro poeta. No puede ir al encuentro de la naturaleza sino a través de la cultura.

Nadie podría. Miramos con la memoria tanto como con los ojos. Sabemos que lo azul inmenso allá arriba es el cielo porque alguna vez que nunca recordaremos lo aprendimos, del mismo modo en que sabemos que aquello blanco por el cielo es una nube, lentamente un caballo pero de pronto ya un dragón y ahora nada. Así sabemos estos días, viendo azular el río al mediodía, que ya avanza el verano.

Para los poetas japoneses tradicionales, la referencia no solo a la estación sino al momento preciso de la estación (en un año se suceden veinticuatro puntos estacionales) en que ocurre el poema es indispensable. Muchos no sabrían decir por qué, sino que así tiene que ser, pero no es difícil ver que la exigencia corresponde al carácter profundamente ritual de la sociedad japonesa, en la que aún en esta época el calendario cívico sigue en muchas formas obediente a los ciclos naturales. Para mis vecinos de Kioto este año el verano entró, y con qué ardor, el cinco de mayo, como desde hace siglos. No es mucho más arduo remontar el vasto léxico estacional hasta ritos agrícolas ancestrales.

La función de los ritos es siempre vinculatoria. Vamos al parque en abril para ver los cerezos, pero también para encontrarnos con los demás (como vamos al estadio de futbol). Decimos, para hablar del otoño, el nombre de cierto grillo y así nos sumamos a una cadena de poetas. Cada poema nuevo, cada percepción instantánea del ahora, se enlaza así con la tradición “y por la vía de la tradición, con los contemporáneos que la tienen por lugar común, por espacio compartido”. Cada haiku es por eso un poema hecho entre muchos poetas. El contemporáneo que se exalta ante la luna de siempre acude naturalmente a esta o aquella palabra para describir su emoción, como el calígrafo obedece infaliblemente el orden de los diecisiete trazos para dibujar un signo nuevo. Uno y otro hacen lo que durante siglos han hecho sus antecesores, para así encontrarse con sus contemporáneos. ~

* “Beyond the Haiku Moment: Basho, Buson and modern haiku myths”, en Modern Haiku, XXXI: I (invierno-primavera, 2000).

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