Prohibir la estupidez

Hay que evitar que las instituciones se utilicen como armas de partido y en caso de duda conviene inclinarse hacia la mayor libertad de expresión.
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La defensa de la libertad de expresión en sociedades modernas tiene un aspecto desagradable. Sería mucho mejor defender a Sócrates frente a quienes lo acusaban de corromper a la juventud, a Servet ante los calvinistas, a Galileo ante la Inquisición, a Spinoza de la intransigencia de su comunidad, a Jesucristo frente al Sanedrín. Es raro, sin embargo, tener que proteger el derecho a que se exprese la opinión mayoritaria. Esta no suele tener problemas. En sociedades avanzadas, que en cierto modo son las hijas de esos ilustres blasfemos, la defensa de la libertad de expresión entraña con mucha frecuencia argumentar a favor de ideas que nos repugnan y de gente que no nos gusta. No defiendes a Voltaire, sino que defiendes que David Irving pueda publicar sus libros porque crees en lo que Voltaire dijo o dicen que dijo.

Pero ese es el principio, como expresó John Stuart Mill: “Si toda la humanidad menos una persona tuviera una misma opinión y solo uno tuviera la opinión contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona que esa persona, si pudiera, tendría justificación para silenciar a la humanidad.”

Es una conquista básica, esencial para la sociedades abiertas, pero es frágil. Gente inteligente muestra confusión incluso en casos en los que se enfrentan una visión moderna, que distingue entre hechos y palabras, entre el insulto y la agresión física, con una mentalidad teocrática que justifica el asesinato del blasfemo. Se ve en un episodio tan claro a primera vista como la masacre de Charlie Hebdo, enseguida matizada por la triste cofradía del sí pero. Un crítico literario escribió que no hay que hacer bromas de los pobres, y unos cuantos escritores decidieron condenar a la publicación por racista. La alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, dijo que el humor negro no puede ser cruel (¿?) y que se sentía muy distante de un humor “que hace daño y puede causar muertes”. Decir que la matanza en la redacción de la revista francesa demuestra que el humor negro produce muertes nos llevaría a decir que la matanza de Atocha demuestra que la abogacía laboralista produce muertes, y recuerda a aquella secuencia de Sueños de un seductor donde Woody Allen decía, después de que unos macarras le dieran una paliza: “Estoy bien. Primero le he pegado a un tipo con la barbilla en el codo, y luego le he dado un golpe con la nariz a otro.”

El viernes pasado estuvo en Madrid Flemming Rose, que cuando estaba al frente de las páginas de cultura del periódico danés Jyllands Posten encargó unas caricaturas de Mahoma, en un experimento sobre la autocensura: fue el comienzo de una crisis mundial. Rose, invitado por la Fundación FAES y protegido por un fuerte dispositivo de seguridad, ha publicado un libro valioso sobre su experiencia, traducido al inglés como The Tyranny of Silence (aún no hay una versión en castellano). Rose -a quien entrevistó hace poco Letras Libres– es un héroe de la libertad de palabra que ha pagado un alto precio por hacer su trabajo, y un analista lúcido y mesurado. Explica que la libertad de expresión está regulada en las democracias, un régimen que se basa en la distinción entre acciones y palabras (las dictaduras no: en realidad, querrían prohibir ideas, y prohíben palabras porque es lo que está más cerca). Es partidario de una regulación limitada: que las restricciones solo se apliquen a la incitación a la violencia, a una versión ceñida de la difamación, a un respeto al derecho a la intimidad, aunque el desempeño de un cargo público implicaría cierta renuncia de privacidad. Rose cree que la criminalización de la negación del Holocausto es un error, que abre una puerta para declarar otros tabúes. La democracia, explica Rose, reconoce muchos derechos, pero entre ellos no está ni puede estar el derecho a no ser ofendido. Para él no solo deberíamos hacer talleres de sensibilización, sino también de insensiblización. Cree que la ley debe castigar la incitación al terrorismo, pero no su glorificación.

Algunos de los defensores de Guillermo Zapata, que tuvo que renunciar a ser concejal de cultura de Madrid a causa de unos tuits donde hace unos años, en una discusión sobre los límites del humor, se burlaba de las víctimas del Holocausto, del terrorismo de ETA y de la violencia sexual, lo presentaron como un caso de libertad de expresión. Pero no era un asunto de libertad de expresión, sino de comunicación política: esos chistes no son aceptables en un representante público.

Otros de los mensajes de Zapata, y de Pablo Soto, eran también inquietantes y no tenían humor ni el contexto del debate. En el caso de los chistes hay un elemento más. Zapata forma parte de un grupo político que ha basado su discurso en la división. Por un lado está la gente, por otra los que no lo son. El timeline de Zapata sugería que hay víctimas de las que a su juicio uno se podía reír y otras no: por ejemplo, víctimas del genocidio nazi sí; mujeres maltratadas no. Esa interpretación chocaba con la idea de Carmena de mostrar una alcaldía inclusiva, que quería seducir a quienes no les habían votado. Las declaraciones del diputado del Partido Popular Pablo Casado, donde se mofaba de las víctimas republicanas de la Guerra Civil, son inaceptables. Cuando el ministro del Interior dijo que no eran tan graves como las de Zapata daba a entender que desde su punto de vista hay algunas víctimas de las que uno puede reírse y otras de las que no.

Para Rose, un caso como el de Zapata se debe juzgar en el “tribunal de la opinión pública”. Unos días después de la dimisión de Zapata como concejal de cultura, la fiscalía de la Audiencia Nacional pidió investigarlo por humillar a las víctimas de ETA. Era desproporcionado y fútil, porque internet está lleno de expresiones de ese tipo. La víctima mencionada, Irene Villa, se distanció con elegancia. El juez, de forma sensata, archivó la querella. Señalaba que ese tipo de humor, que puede ser ofensivo, circula en internet, y que “lo que no puede hacerse es perseguir solo a determinadas personas y no a otras”.

Hay que evitar que las instituciones se utilicen como armas de partido y en caso de duda conviene inclinarse hacia la mayor libertad de expresión. Esas son también dos de las razones por las que la Ley de Seguridad Ciudadana del gobierno empeora nuestra democracia. La normativa supone un recorte de las libertades y su espíritu autoritario restringe la participación ciudadana. En un país donde mucha gente ha sufrido y sufre mucho durante la crisis, la respuesta ha sido pacífica y ejemplar: se ha canalizado en iniciativas ciudadanas y en partidos políticos que han concurrido en las elecciones y han obtenido representación parlamentaria. La democracia está funcionando mejor de lo que dicen sus salvadores y de los que proponían romper la baraja. En la Ley de Seguridad Ciudadana parece que quienes van a protestar siempre serán los otros.

En una charla sobre la libertad de expresión, Christopher Hitchens citaba la obra teatral Un hombre para la eternidad, donde Thomas More se enfrentaba a un cazador de brujas particularmente entusiasta. “Romperías la ley para castigar al Diablo, ¿verdad?”, dice More. El otro contesta: “¿Romperla? Quitaría todas las leyes de Inglaterra si pudiera, si eso me permitía capturarlo.” More responde: “Y cuando hubiera caído la última ley, y el diablo se girase hacia ti, ¿dónde buscarías protección?”

Esa es también nuestra arma, porque nos permite refutar, ridiculizar y desmontar esas opiniones que nos parecen odiosas o infundadas. Hace unas semanas David Trueba decía: “Sin duda, es tentador prohibir la estupidez. Todos estaríamos de acuerdo. Hasta el momento en que decidieran prohibir también la nuestra.”

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Daniel Gascón (Zaragoza, 1981) es escritor y editor de Letras Libres. Su libro más reciente es 'El padre de tus hijos' (Literatura Random House, 2023).


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