Los recuerdos guardados en los libros

Para un lector, los libros conservan recuerdos vinculados con el momento en que los ha leído, a los que esa persona no puede evitar volver cada vez que hojea o contempla esos ejemplares.
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Los libros están llenos de recuerdos. No me refiero, en este caso, a los recuerdos del autor, plasmados, de una u otra manera, en el texto. Tampoco hablo, claro, de los recuerdos en forma de señaladores, fotos, flores secas o boletos de tren olvidados entre sus páginas. Hablo de los recuerdos de la persona que lo ha leído. Pero no de las escenas o pasajes que le gustan mucho y que, debido a eso, se quedan incrustados en su memoria, sino de los recuerdos particulares que, en la memoria del lector, quedan guardados allí, asociados a ese libro.

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Por ejemplo: tomo mi ejemplar de El amor en los tiempos del cólera, de García Márquez, y descubro que lo estoy leyendo en el patio de la casa de mis padres, bajo la sombra de una pared que me protege del calor del verano, y llega un compañero de la secundaria —ni él ni yo tenemos más de 17 años— y me dice: “¿Qué hacés leyendo?”, tan extrañado como si me hubiese encontrado diseccionando un cadáver. Sé que después volví a leer esa novela, ese mismo ejemplar, pero no conservo memorias de esa relectura. Siempre lo estaré leyendo en ese patio, bajo esa sombra.

Rayuela, de Cortázar, lo leo en el vagón de un tren en el que vuelvo de la facultad, de La Plata a Florencio Varela. Unos cuantos años después compré un libro en el Rastro de Madrid y el vendedor me dijo que podía llevarme de regalo cualquiera de los de la mesa de un euro, y ahí había otro ejemplar de Rayuela, y me lo llevé, porque el mío había quedado lejos. Y ahora tengo ambos, cada uno con su propia fisonomía, su propia historia.

Hacia rutas salvajes —no sólo el libro de Jon Krakauer, también la película dirigida por Sean Penn, e incluso las canciones de su banda sonora, interpretadas por Eddie Vedder— me lleva siempre a un supermercado de la provincia de Entre Ríos. Nunca había escuchado ni leído nada sobre ese libro, pero lo vi en el estante de saldos y rebajas y no dudé ni un momento.

Aunque ahora lo lea en cualquier otra parte, a Borges siempre lo estaré leyendo en una colección de la editorial Alianza, unos libritos de tapa dura impresos en España en 1998 (volúmenes en octavo, le gustaría decir a don Jorge Luis).

En una galería de Madrid, a la que entré buscando quién sabe qué, veo una mesa con libros en oferta: dos euros cada uno, tres libros por cinco euros, y ahí, muerto de risa, un ejemplar del Ulysses en inglés, una edición de la Universidad de Oxford que reproduce el texto original de 1922. Y me lo llevo, claro, junto con otros dos. Pero esos dos sí que los he olvidado.

Nunca habría comprado, creo, Días de llamas, de Juan Iturralde, pero en una feria de trueque, organizada en un pequeño descampado de Madrid, me encuentro con un editor al que conozco, y converso con él, y al rato, después de que nos despidiéramos, vuelve a aparecer y me da un ejemplar, y me dice: “Esta es la mejor novela que se ha escrito sobre la guerra civil española”. Le digo que se lleve alguna de las cosas que yo ofrecía, ya que estábamos en una feria de trueque, pero se niega. No hace falta, me dice, y se va.

Y así podría seguir mucho, mucho más.

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En las películas de ciencia ficción, cuando las máquinas o las personas se teletransportan o viajan a través del tiempo, a menudo no lo hacen solas, sino que generan una especie de campo gravitatorio a su alrededor y se llevan consigo las cosas que las rodean. Tengo la sensación de que, a quienes gustamos de los libros, nos sucede con ellos lo mismo. Me parece que cada libro, en un momento o una situación especial, guarda consigo ciertos detalles o características que rodean esa situación, y esos detalles de algún modo reviven cuando volvemos a hojear o a contemplar esos volúmenes.

En esas mismas películas de ciencia ficción, a menudo quienes realizan los viajes en el tiempo o en el espacio no controlan del todo la tecnología, y entonces no se llevan cosas que necesitan, o se llevan otras que son superfluas o que hubieran preferido dejar atrás. Con los recuerdos que se quedan enganchados en los libros ocurre exactamente lo mismo. Uno se descubre rememorando situaciones o sensaciones que parecían triviales, sin importancia, y seguramente ha olvidado otras que consideraba valiosas o que incluso había llegado a creer imborrables. A la memoria le encantan los caprichos, tanto como odia dar explicaciones.

En un sentido, creo, somos lo que recordamos y lo que olvidamos. Quizás este es otro de los factores por los cuales algunas personas sentimos la biblioteca propia como un tesoro tan preciado: también es un retrato de nuestra memoria. Y quizá también porque nos permite, durante unos instantes, de una forma mágica, ficticia, pero placentera, volver a sentir la emoción de estar volviendo en tren de la facultad, o la de encontrar un tesoro en el estante de un supermercado de Entre Ríos o una galería de Madrid, o la de ser un adolescente que disfruta del fresco bajo la sombra de un patio, cuando de pronto alguien lo observa extrañado, como si lo viera diseccionar un cadáver.

 

 

 

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(Buenos Aires, 1978) es periodista y escritor. En 2018 publicó la novela ‘El lugar de lo vivido’ (Malisia, La Plata) y ‘Contra la arrogancia de los que leen’ (Trama, Madrid), una antología de artículos sobre el libro y la lectura aparecidos originalmente en Letras Libres.


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