Los ocultadores

Las agendas ocultas de medios y periodistas están complicando los seguimientos de las verdaderas agresiones a la prensa.
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“No es posible controlar lo que no se puede medir”, dice una de las líneas más citadas de Tom DeMarco. Registrar, generar información, datos, es la base para predecir, hacer peticiones de cambios y, sobre una base no de suposiciones, generar esos cambios.

 Entre 2009 y 2011 formé parte de un pequeño grupo de periodistas en el que se encontraban Elia Baltazar, Francisco Vidal, José Carreño Figueiras y Gerardo Albarrán. Se hacía un monitoreo diario de agresiones cometidas contra periodistas y medios del país que estuvieran vinculadas con su trabajo informativo, hablábamos con ellos y con otros reporteros locales, cruzábamos información, verificábamos los datos. Diversas organizaciones relacionadas con la defensa de la libertad de expresión exhibían diferencias en sus registros y cifras sobre periodistas agredidos en virtud de que no tenían una metodología de trabajo única para sus reportes.

Durante dos años produjimos información útil con cifras y nombres de los periodistas que eran víctimas de amenazas y de violencia. Publicamos dos informes que más tarde fueron referente para otras organizaciones y que daban cuenta de cómo autoridades y grupos delictivos silenciaban o imponían agenda informativa, y de cómo los medios habían tenido que volverse interlocutores forzados de grupos del crimen organizado. Fuimos el grupo que con mayor rigor habló del problema desde el periodismo, con trabajo, con datos propios y un principio: nunca respaldar a actividades ilícitas o antiéticas pretextando la defensa de la libertad de expresión.

Hubo un momento en el que el trabajo de documentación se volvió más complejo. Denuncias que parecían venir de periodistas, y en las cuales se hablaba de agresiones provenientes de elementos de fuerzas federales. Aparecían graves inconsistencias en los testimonios, imprecisiones, información sesgada y un claro interés de quienes hacían estas denuncias, de obtener una validación externa que les permitiera desacreditar y crear animadversión ante la presencia policiaca y militar en la zona.

El noche del 11 de agosto de 2010, llegó al correo de muchos de nosotros una denuncia que la mañana siguiente apareciópublicada en un diario regional. Héctor, un voceador de Maravatío había sido “levantado” por presuntos elementos de la Marina, molestos por una nota de protestas de ciudadanos que acusaban a elementos del ejercito de molestar a las mujeres, además de cometer robos y otros abusos. La información añadía que “el humilde vendedor” de periódicos estaba acompañado por “su menor hija de tan solo 3 años de edad, la cual permaneció en el carro de sonido, llorando al ver que llevaban a su papá, lo que no le importó a los elementos de la fuerzas armadas”.

Según el reportero, un agente de seguridad pública municipal cuidó del vehículo y la niña, mientras el hombre era golpeado y llevado a la salida a Acámbaro, Guanajuato, para finalmente ser dejado en el mismo lugar del que se lo habían llevado. “Tanto el voceador de periódico como su pequeña hija, vivieron momentos de terror, el primero temiendo por su vida y la menor por encontrarse sola resguardada por un desconocido”, terminaba el reporte.

A la mañana siguiente hablé con el director del diario, quien reconoció que la información había llegado muy cerca de la hora de cierre, por lo que no se verificó ningún dato. Dijo que el periódico no tenía corresponsal en el muncipio, que el personal más cercano se encontraba en Ciudad Hidalgo, a una hora de la plaza de donde supuestamente habían sucedido los hechos. Nada conocían tampoco del repartidor de periódicos.

Me leyó también la carta de Joaquín Esteban García, comandante de la Décima Zona Naval, que había llegado esa mañana, aclarando que la Marina no tenía personal destacamentado en la población de Maravatío ni había elementos desarrollando operación alguna en esa área. Por último, precisaba que los efectivos y los vehículos de la Armada no usaban la cromática que la información describía. La comunicación se publicó íntegra un día después y el director ofreció disculpas.

El 23 de septiembre de ese mismo año, una nota breve en el diario El Norte, de Monterrey que consignaba el enfrentamiento en Ciudad Victoria entre elementos de la Policía Federal y el Ejército Mexicano contra un grupo del crimen organizado, en el que había muerto un delincuente.La nota estaba firmada como Staff, una práctica del Grupo Reforma para mantener en reserva la autoría de notas que por lo delicado de su contenido podrían poner en riesgo a su personal.

Horas más tarde, el director de un medio digital en Tamaulipas reveló el nombre del reportero, comprometiendo su seguridad: “El influyente y poderoso periódico El Norte de Monterrey, pilar del Grupo Reforma, publicó esta madrugada la nota de una balacera en Ciudad Victoria, pero sin ofrecer ningún dato. El corresponsal, [nombre del reportero], que no firmó la nota enviada desde esta capital, escribió…”

El reportero de El Norte me contó que el director de este medio online operaba así cotidianamente con el objeto de arredrar a reporteros y eliminar la competencia, sacándolos de las coberturas y facilitando que personajes cercanos al crimen organizado pudieran manipular y cobrar por información publicada o por el silencio, según fuera el caso.

“Ese día, la orden de Los Zetas, así como se oye, fue que se publicara que la persona que había matado la Policía Federal era un albañil. Esta persona usó la nota para quebrar el cerco y alegando que él sí está informando, pone mi nombre para mostrar quién es el autor”, recuerda el periodista.

La carrera del director de ese medio digital fue de constante ascenso hasta que hombres armados lo secuestraron y asesinaron el año pasado. En menos de dos años abrió un periódico del que se convirtió en presidente del Consejo de Administración y director general. Curiosamente, los hombres que firmaban en el directorio como Director editorial y Jefe de Redacción fungían a su vez como presidente del Consejo de Administración y director general de un segundo periódico sin vínculo aparente con el primero. Ninguno de los dos personajes dijo una palabra o publicó una sola línea por el asesinato de su compañero de trabajo.

Las agendas ocultas están complicando los seguimientos. Si no podemos ya no digamos medir, sino conocer lo que queremos controlar, el desafío es mayor ante supuestos profesionales que buscan a organizaciones civiles que les den el estatus de periodista amenazado o perseguido como si tal condición les extendiera un certificado de valentía o que hacen públicas intentos de silenciamiento como estrategia de ventas, previo al lanzamiento de un libro, sin ampliar denuncias ni añadir un dato a las investigaciones.

El asunto no es menor cuando en otros ámbitos hay periodistas que actúan como Jefes de información de las bandas criminales. Hace menos de tres años, comenzaron a surgir reportes periodísticos en la zona sur del estado de Veracruz que hablaban de desapariciones de periodistas, de supuestas amenazas previas y aun de denuncias de familiares ante las agencias del Ministerio Público. Medios de todo el país, asumiendo los rumores como advertencias veladas a los reporteros locales, reproducían la información sin verificar un solo dato, sin citar una fuente. Bastaba con llamar a la localidad o a las oficinas de los medios en los que se decía que trabajabanpara enterarse que nadie ahí conocía a periodistas con esos nombres.

Corremos el riesgo de volver a los tiempos en que Reporteros Sin Fronteras producía notas de ocho columnas en las que afirmaba que “México es el país más peligroso para ejercer el periodismo después de Irak/Paquistán/Afganistán”, pero tal cosa no significaba nada porque no había datos fiables con los cuales contrastar y a partir de los cuales intentar soluciones.

 

 

 

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Periodista. Autor de Los voceros del fin del mundo (Libros de la Araucaria).


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