Los correos y los días

Murió Ray Tomlinson, uno de los inventores de esa arma de dos filos: el correo electrónico.
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Si El ayudante [1908] de Robert Walser hubiera sido escrito cien años después, el tedioso esmero con que Joseph Marti atendía la correspondencia del inventor Carl Tobler tomaría lugar frente a la pantalla de una computadora. Las facturas por pagar, los reclamos, la folletería, el malabarismo secretarial de la urgencia y la postergación seguirían otros protocolos. Quizá –como hace Bernhard Siegert con Goethe y Kafka– podemos encontrar ciertas condiciones para la escritura de esta novela en el régimen que los tiempos de recolección del correo, husos horarios y logística ferroviaria, el sistema postal en suma, establecieron sobre la vida diaria y nuestras maneras de transmitir información.

Esta especulación trasnochada llega tras el torrente de noticias sobre la muerte de Ray Tomlinson (1941-2016) a quien la prensa asignó el título de inventor de otra tecnología, a saber, el correo electrónico. Me pregunto si algo parecido sucedió cuando falleció, digamos, el inventor del reloj marca-tarjetas (y el ejemplo no es casual pues los orígenes de IBM se pueden rastrear allí). Y es que por cuantiosas que sean las relaciones amorosas, familiares o amistosas cuyas distancias el correo electrónico acortó, me resulta imposible ignorar el diario derroche de energía al revisar, ordenar y responder los mensajes apilados en mi buzón. La subindustria de manuales de bienestar y productividad laboral atestiguan sus exigencias con normas y tácticas para domar los demasiados correos. Quizá las demandas de los teléfonos inteligentes nos hacen añorar la breve época de la telecomunicación asincrónica. Finn Brunton ha escrito una excelente historia sobre los mensajes chatarra capaz de sosegar a los entusiastas del correo electrónico. Como correctivo tecnofílico: a cada ideal, su sombra.

Claro, tales funestas derivaciones no son responsabilidad de Tomlinson. Quién hubiera imaginado que la lectura de una Solicitud de Comentario[1] sobre el protocolo para distribuir documentos en Arpanet lo llevaría a buscar, por pura curiosidad, una solución más simple. En lugar de enviar documentos a buzones-impresoras, Tomlinson propuso utilizar un buzón electrónico y dejar la decisión de imprimirlos o no  a los propios destinatarios.

Al inicio de la década de 1970, la capacidad de computación era un recurso sumamente escaso y costoso. Los minutos que despilfarramos frente a un cursor latiendo ocioso eran un lujo que no se podían dispensar los programadores de antaño. Los sistemas de tiempo compartido redujeron costos y permitieron a múltiples usuarios realizar múltiples tareas al mismo tiempo a través de terminales remotas y operando de forma concurrente recursos computacionales. En un inicio, la comunicación entre usuarios se realizaba creando archivos en directorios compartidos o insertando mensajes en archivos dentro de los directorios principales de cada usuario.  Si Pablo y Paty utilizan el mismo tiempo compartido, la tarea es relativamente simple; ellos conocen las convenciones locales para identificar sus respectivos directorios. Sin embargo, enviar mensajes entre usuarios de diferentes computadoras requiere labor adicional.

Primero, se requiere un protocolo para crear una conexión entre el servidor local y el remoto y, después, agregar el mensaje del usuario en el primero al “buzón”[2] del usuario en el segundo. Después se precisa una manera para expresar la dirección del destinatario en una red, digamos, el equivalente de rotular “Atención a Pablo” en un sobre tras Letras Libres pues desconozco dónde queda su oficina dentro del edificio. Esto es básicamente lo que representa la expresión “usuario@servidor remoto”. Ambas contribuciones pertenecen a Tomlinson. No obstante, fueron necesarias muchas otras soluciones para que el correo electrónico en red emergiera tal como lo conocemos hoy día, entre ellas, por citar sólo un ejemplo, el protocolo de transferencia de correo simple (SMTP por sus siglas en inglés) definido hasta 1982.

El caso de Tomlinson ilustra las limitaciones de historias de la tecnología obsesionadas con los  orígenes así como el embeleso de la prensa con la figura del genio inventor (involuntario o no), sobre todo cuando se trata de describir una empresa intelectual tan descentralizada y colaborativa como la Internet. Basta echar un vistazo a las opiniones de los científicos y técnicos de la red, para notar el descontento ante la asignación de paternidades. En defensa de Tomlinson, su reconocimiento fue fruto de labores conmemorativas iniciadas por otros y en varias entrevistas además de restarle importancia al evento reconocía los límites de su propia contribución.

Contrario a las personalidades bombásticas de tantas otras figuras de las tecnologías de la información –a la Vint Cerf, Steve Jobs o Mark Zuckerberg–, que recuerdan rasgos del inventor Tobler y de quienes se producen copiosas semblanzas, la de Tomlinson es una “vida minúscula” que probablemente será olvidada tal como él y sus compañeros olvidaron el contenido del primer correo electrónico. Quizá un ego más grande hubiera escrito “s s s”,  prefigurando la popularidad de su herramienta y rindiendo un callado homenaje al mensaje que Marconi eligió para su primera transmisión.



[1]RFC por sus siglas en inglés, especie de memorando para registrar el desarrollo de Arpanet y uno de los géneros de publicaciones que documentan el trabajo de la IETF.

[2]En realidad un archivo de texto.

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Escritor, editor y crítico de medios.


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