Historia del dinero

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William Gaddis

Jota Erre

Traducción Mariano Peyrou México, Sexto Piso, 2014, 1134 pp.

Al inicio de las 1134 páginas: “–¿Dinero…? –con voz susurrante.”

Y al final: “¿Sabe, se acuerda del libro ese de esa vez que querían que escribiera sobre el éxito y, o sea, la libre empresa y todo eso, eh?”

Antes que todo y nada: Jota Erre como la historia del dinero. Comprar, vender, consumir y transar como los nudos que conectan y relacionan a los variados personajes que entran y salen de esta monumental novela que en 1975 obtuvo el National Book Award. Habría que empezar así o con la pregunta de Bertolt Brecht –que Ricardo Piglia usó como epígrafe en otra novela sobre el dinero, Plata quemada–: “¿Qué es robar un banco comparado con fundarlo?”

William Gaddis (Nueva York, 1922-1998) siempre fue un escritor de baja intensidad, a la sombra de su trabajo; era la antítesis de Norman Mailer y un modelo similar a ese enigma literario llamado Thomas Pynchon (muchos pensaron que eran la misma persona). Las pocas veces que Gaddis apareció en público –más que nada para recibir premios–, hablaba poco y repetía el mismo discurso: “un escritor debe ser leído y no visto”.

Hace un tiempo que Sexto Piso lleva traduciendo y publicando la obra de William Gaddis. Primero Ágape se apaga y Gótico carpintero, sus dos novelas breves y supuestamente “fáciles”, y ahora Jota Erre, una de sus tres obras extensas junto a Su pasatiempo favorito y Los reconocimientos. Pero leer Jota Erre tiene algo de utopía literaria; uno se adentra en eso que un crítico del New York Times llamó “un caos inconexo, una tormenta de ruido” ya sabiendo de antemano que en las más de mil páginas, compuestas casi exclusivamente por diálogos, habrá momentos de caos y desajuste. Así, sería una tarea imposible –y sinsentido– esbozar un argumento de Jota Erre. Se necesitaría uno de esos mapas que acompañan a Cien años de soledad o leer con la compañía de diario de notas y apuntes (como quien escribe esta reseña). Aunque finalmente no importa. Más que una novela, Jota Erre es una intención.

“Los chicos y chicas seguirán sus vaivenes y aprenderán cómo funciona el sistema, por eso lo llamamos nuestra aportación”, dice la señorita Joubert, una profesora que planea llevar de paseo a sus estudiantes a la bolsa de valores, al principio del libro. Y el director del colegio, el señor Whiteback, responde: “Ah, les enseña a nuestros chicos y chicas en qué consiste Estados Unidos…” Estamos en 1970 y el escenario cambia de Massapequa, un pueblo en el estado de Nueva York, a Long Island sin dar aviso. Al igual que los diálogos; en muchos momentos se pasa de un personaje a otro sin aclararlo. Desde las primeras páginas el lector queda situado en un momento clave en la historia de la Unión Americana: cuando la palabra ciudadano se equiparó con la de consumidor. Un inquieto niño de once años funciona como hilo conductor de esa idea; se llama J. R. Vansant y es alumno de Joubert. A lo largo de la novela Vansant conseguirá armar una fortuna y crear su propia compañía. Todo gracias a su ingenio, a algunas llamadas telefónicas y, claro, a una mentira y engaño acá y allá. Vansant puede leerse como un posible antecedente de Gordon Gekko (Wall Street) o del más reciente Jordan Belfort (El lobo de Wall Street). Todos personajes cuestionados con las siguientes preguntas: ¿cómo se hicieron millonarios?, ¿y qué tan ficticias –y por lo tanto éticas y morales– son sus fortunas?

Jota Erre –así como Moby Dick, La broma infinita o Los reconocimientos del mismo Gaddis– le exige mucho al lector aunque también recompensa de vuelta. Catalogarla como una sátira de la sociedad estadounidense y sus valores socioeconómicos (tal como se dijo en su momento) peca de reduccionismo inútil y contraproducente. Por sus páginas pasan otros temas familiares a la narrativa de Gaddis: la música clásica, el efecto de la tecnología en la vida diaria y la constante tensión entre ser artista y ser, a la vez, funcional en una sociedad mercantil. Asimismo, hay algo de esa presunta calma, de esa no presencia pública, que Gaddis profesaba. Una idea que es posible vincular con el narrador de Jota Erre, el cual se esconde; finalmente son los personajes, o las voces de los personajes, los que llevan la narración. Y acá hay una trampa. Porque si a primera vista Vansant parece ser el protagonista de la historia, Jota Erre es más bien una ficción del “nosotros” y cómo ese “nosotros” se conecta casi siempre por asuntos monetarios. Ahí está el padre que reta a su hijo por vender unos billetes: “Pensó que las monedas eran mejores porque lo otro es solo papel.” O un matrimonio en plena pelea: “El tema que tienes con el dinero, de verdad, tienes un tema con eso. Dejas la casa sumida en la oscuridad en cuanto entras, vas por todas partes apagando las luces, bajando la calefacción cada vez que pasas por al lado.” O la queja de uno de los personajes que también era un reproche constante de Gaddis contra lo poco ambiciosos que son algunos escritores contemporáneos y el adormecimiento de los lectores: “Prestar atención, pensar algo, sacar una conclusión, problema, joder, es que casi todos los libros están escritos para lectores completamente satisfechos con lo que son, preferirían estar en el cine, llegan con manos vacías y se van igual, joder.” Finalmente Jota Erre funciona como la contraparte de esa (im)posible gran novela americana: en sus páginas no existe un mundo perfectamente confeccionado que refleje la compleja y variada sociedad estadounidense. Pero aquella es justamente la intención que el lector se lleva entre manos: la mejor manera de radiografiar a una sociedad es dejando que sus ciudadanos hablen. Y eso –aquel murmullo que a veces desconcierta– se convierte en una musiquilla difícil de borrar.

Tiempo después –y a pedido de la revista Time– Gaddis revivió a J. R. Vansant. Es una lástima que tanto en las recientes reediciones en inglés de Jota Erre, como en esta traducción al español, no se agregue esa continuación. Así va la breve secuela: estamos a fines de los ochenta, en plena era yuppie, días después del lunes negro de 1987 y del consecuente desplome de los mercados internacionales. Doce años han pasado y ahora J. R. trabaja para la Casa Blanca donde es asistente del director de la Oficina de Administración y Presupuesto. Lo único que leemos –claro– es un diálogo entre él y un miembro del Congreso. Ambos personajes discuten el presupuesto nacional y hablan sobre el pésimo estado de la educación pública, el desempleo, el elevado presupuesto que tienen los militares y las posibles soluciones para resolver el déficit económico que afecta a su país. La única forma de mantener a Estados Unidos a flote, sugiere J. R., es elaborando e interviniendo la realidad. En otras palabras: la inflación como ficción. “Ahí es donde necesitamos esos dólares baratos”, dice. “Para que todos puedan pagar a todos de vuelta, ¿no?” ~

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Temuco 1985, es narrador chileno residente en Nueva York. En 2011 Alfaguara publicó su novela La soga de los muertos.


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