La perversión del lenguaje

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La perversión del lenguaje es, de entrada, un tópico ante el cual casi nadie se siente ajeno: la sensación de que a las cosas ya no se las llama por su nombre está tan generalizada como la de que el clima empeora o la de que la comida ya no es lo que era. Hay que prevenirse, pues, contra una ingenuidad: no hubo jamás una situación de partida, desviación de grado cero entre palabras y objetos, en la que cada cosa respondiese a su nombre y hubiera un nombre para cada cosa; en su misma esencia, el lenguaje funciona, y deja hueco a la creación y al pensamiento, precisamente porque esa situación de equilibrio contable es imposible, porque a las cosas sólo cabe acercarse mediante aproximaciones y rodeos. Por otra parte, la palabra es la superficie de inscripción de todo cuanto nos pasa, y por tanto no puede evitarse que consigne nuestras miserias y nuestras glorias: registra desviaciones que son el producto de conquistas históricas de cuyo éxito sería mezquino lamentarse, o del tacto sin el cual las relaciones sociales serían insoportables: que al adulterio ya no se le llame delito ni a los negros esclavos no es una perversión, sino el reconocimiento lingüístico de un cambio en el orden de las cosas que a todas luces es fruto de un progreso. El peligro comienza, en todo caso, cuando se pretende que el simple cambio de palabra resuelva una situación injusta o, lo que es aún peor, la encubra. Y es propio del lenguaje que el peligro no pueda nunca descartarse del todo, porque la mentada imposibilidad de un balance presupuestario perfecto entre las palabras y las cosas no hace posible decir la verdad sin dejar al mismo tiempo un lugar a la mentira (recuérdese la definición de signo propuesta por Umberto Eco: “todo aquello que sirve para mentir”): a menudo la queja contra la “perversión” verbal oculta el deseo de controlar el significado de los vocablos para ajustarlo a nuestros intereses. ¿Cuándo puede, entonces, hablarse de perversión del lenguaje o de uso perverso de la palabra?
     Decimos “perversión”, en este contexto, ante todo para señalar la trasgresión de tres límites a los cuales está sometida normalmente la variación lingüística. Un primer límite, el más obvio pero no el menos importante, lo establecen las cosas mismas. Sobre ellas podemos mentir, hacernos ilusiones o simplemente equivocarnos, pero para eso hemos de emitir juicios, y emitir un juicio es formalmente someter nuestro criterio a las tercas cosas que, más tarde o más temprano, acabarán por desbaratar las falsedades que contra ellas hayamos erigido. Para evitar este efecto correctivo sólo hay un método: la violencia dirigida hacia las cosas mismas, la tergiversación y el intento de sustituir la realidad —que nos desmiente— por una fantasía que nos resulta más cómoda y propicia. Hubo un hombre que creía ser John Lennon; por mucho que intentaba persuadir a sus interlocutores, su pretensión chocaba siempre contra una objeción inamovible: la existencia del verdadero Lennon (que en su fantasía era un impostor); así que tuvo que acabar con esa existencia como condición previa para realizar su ilusión. No le salió del todo bien. Pero hay quienes tienen muchos más medios de persuasión y de aniquilación de la disidencia y, por tanto, de sustitución de la realidad por una fantasía. Ya en estos casos, no obstante, se percibe un segundo límite que regula la acción lingüística: los otros a quienes se dirigen nuestras palabras. No sólo las cosas limitan con su rigidez la elasticidad de nuestras pretensiones, sino que el alocutario —cuya impronta en el lenguaje no se produce desde fuera, sino que alienta en él como una condición inmanente que materializa el hiato entre palabra y cosa— también nos impone una frontera que no podemos traspasar sin arruinar el sentido de lo que decimos: hasta los niños y los creadores de fábulas necesitan, para dar a sus quimeras el crédito precario y provisional requerido para el juego o la ficción, el expediente de aquiescencia de un espectador que colabore con un “vale” tácito o expreso. Hay reglas o principios que, no obstante ser objeto de profunda convicción en el terreno privado, se vienen abajo en cuanto intentan formularse en público, porque comportan abusos intolerables cuyas víctimas no pueden consentir su vigencia. Y de nuevo es la violencia lo único que puede acallar esas quejas y sobrepasar ese límite del sufrimiento ajeno. Hay un grupo de varones convencido hasta tal punto de su irresistible encanto para el sexo opuesto que no encuentra concebible que una mujer rechace o abandone su compañía, y que se propone golpear —si es preciso hasta la muerte— a aquellas que no acepten este consenso hasta que se rindan a la evidencia. Hasta ahora no les ha ido del todo mal. Pero también hay aquí quien dispone de instrumentos de sumisión más sutiles, menos desacreditados o más eficaces para vencer las resistencias.
     Finalmente, el tercer límite en el uso de la palabra, quizá el más difícil de percibir, lo señala la propia lengua. No se trata de la “corrección” académica (que en buena medida se conforma con sancionar lo que el uso ya ha consolidado), ni tampoco de la mera ortodoxia sintáctica o semántica, sino de algo —por así decirlo— “más profundo”. No podemos decir todo lo que queremos. Tampoco el lenguaje es solamente una herramienta al servicio de nuestros propósitos y a la que no debamos ningún respeto; posee un rigor —ése que, cuando un idioma se queda sin hablantes, se manifiesta cerradamente como rigor mortis— cuyas violaciones también tienen consecuencias. No podemos decir todo lo que queremos porque, entre otras cosas, qué es lo que queremos lo sabemos en verdad sólo cuando lo hemos dicho, cuando nuestro deseo ha pagado en la aduana de la lengua el tributo sin el cual no llegaría a tener sentido ni siquiera para nosotros mismos que somos sus portavoces. La prueba es que, cada vez que hablamos para declarar nuestra voluntad, no tenemos más remedio que oír lo que decimos como si lo dijera otro, como si nuestra voz ya no fuera nuestra sino la de un extraño a quien no reconocemos del todo, sintiendo entonces la humillación de que, en lo que ese eco nos devuelve, hay siempre algo más o algo menos de lo que nosotros queríamos decir, de lo que nosotros habíamos puesto. Por eso, entre otras cosas, tenemos que seguir hablando. Porque, como decían los clásicos, hablar es nada menos, pero también nada más, que decir algo de algo. Las palabras tienen muchos significados —y por eso notamos que nunca dicen todo lo que podrían o que dicen más de lo que desearíamos—, pero sólo es posible emplearlas en un sentido cada vez. Ese “algo más o algo menos” lo pone la lengua, viene de su intimidad (no de la nuestra) como el recuerdo de aquello que nunca nos ha pasado, de un pacto que nunca hemos hecho (no podemos, por ejemplo, ni siquiera imaginar la escena de dos hombres poniéndose de acuerdo en los fonemas de la lengua que van a utilizar para entenderse, porque les faltaría para poder sellar ese trato el único instrumento que les permitiría llegar a un acuerdo, a saber, la lengua misma), pero que presuponemos implícito cada vez que hablamos. Sin duda es éste el límite más fácil de transgredir, aquel cuyas infracciones tienen menos coste: la lengua jamás se queja de todas las violencias que se le infligen, soporta estoicamente los tormentos y sólo ocasionalmente se revuelve dejando a sus usuarios en el ridículo menor del sinsentido. Quien vulnera la regla “decir algo de algo”, aunque sea con la mejor intención de decirlo todo de todo, acaba siempre por no decir nada de nada. Lo que queda lesionado en estos casos es aquella fuerza inmanente, anónima e impersonal de la lengua (“el vivo numen del lenguaje”, en palabras de Rafael Sánchez Ferlosio) que los antiguos llamaban logos y nosotros razón. Al no haber tribunales que condenen estas tropelías, ellas mismas no parecen gran cosa; pero allí donde la razón es pisoteada, por muy usual que este acto resulte, disminuye proporcionalmente la posibilidad de entendimiento y, convertidas en armas arrojadizas, las palabras sólo sirven para cavar las simas en las que depositar la sangre de los contendientes, que nunca es bastante para solventar el pleito.
     En verdad, no cabe esperanza alguna de que los usuarios de la lengua dejemos algún día de pervertirla, de luchar contra las cosas cuando éstas entorpecen nuestros fines, de despreciar a los otros cuando hacen inverosímiles nuestras pretensiones o de tensar el hilo de las razones hasta conseguir que se rompa por la mitad y nos quedemos, cargados de nuestra razón rota, acusando siempre al otro del desastre. Lo grave comienza cuando estos tres tipos de perversiones se dan al mismo tiempo y concertadamente, y cuando la violencia que supone su ejercicio continuado es sistemática y constante, porque entonces la situación es tan siniestra como en aquella nefasta utopía antes evocada de un déficit cero o de una total “coincidencia” compacta entre las palabras y las cosas. Y es aún más grave cuando los hablantes —en cuyas manos y labios está, en definitiva, siempre la lengua, pues ni ella tiene otra posible residencia ni nosotros otro lugar en donde reclinar la cabeza— operan la mayor de todas las perversiones y fraguan la peor de todas las mentiras: la que afirma que ellos no pueden hacer nada para impedirlo. ~

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