Fausto en su laberinto

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Alfonso Reyes diseñó el logrado reverso de la silla anatómica de Vesalio: no un mueble para estudiar al hombre sino para que el hombre estudie. Durante el año en que asistí al taller de Monterroso en la biblioteca de Reyes, me acerqué con reverencia a aquella silla en la que nadie se sentaba, concebida para un lector absoluto, que aspira a vivir en ese asiento con atril para los libros pesados, reposapiés, cenicero empotrado en un brazo, un hueco para la taza, otro para el vaso, sitio para los lápices, todo lo que la carpintería puede hacer en favor de la lectura. No concibo mejor inquilino de esa silla que R. H. Moreno-Durán, quien no puede abrir un libro sin llevar un cuaderno de notas paralelo, la mina donde organiza con calma sus metales. El más reciente saldo de sus dilatadas lecturas es Fausto. El infierno tan leído (Bogotá, Panamericana Editorial, 2004). Entre los arquetipos literarios, Moreno-Durán elige uno con existencia real; sin embargo, desde su origen, Johann Faust estuvo sujeto a mixtificaciones; al menos dos personas pudieron reclamar la condición de modelos; un estudiante de Wittenberg y un mago y astrólogo de Heidelberg. El mito surge con el doble pedigrí de la razón y el esoterismo. En 1587, Johan Spiess fijó la leyenda en un libro que alimentaría las fogatas de Marlowe, Calderón, Goethe, Klinger, Pessoa, Klaus y Thomas Mann, Sartre, Byron, Bulgákov, Valéry y tantos otros.
     Lutero y Fausto coincidieron en Wittenberg. Moreno-Durán recuerda que Shakespeare matricula ahí a Hamlet, en vez de optar por universidades más obvias, como Oxford o La Sorbona. En su opinión, esta decisión representa un guiño al mito fáustico. En 1588, Christopher Marlowe había presentado con éxito La trágica historia del Doctor Fausto, y Moreno-Durán conjetura que ése es el libro que el atribulado príncipe lee cuando Polonio lo acosa con preguntas en busca de su locura. Dos objetos activan la reflexión en la tragedia shakespeareana: la calavera de Yorick y el libro que contiene “palabras, palabras, palabras”. Cuando Polonio pregunta acerca del autor, el príncipe se limita a decir que se trata de un “malediciente satírico”. ¿Anhelaba Hamlet un pacto con el Maligno para empuñar la vengativa espada de una vez por todas y declarar su paso de las dudas a los hechos: “¡la presteza lo es todo!”? Héroe y mártir de la elección individual, el príncipe sólo puede pactar consigo mismo; rehén de su conciencia, en caso de leer el Fausto, lo haría con repudio o desesperada nostalgia: el Diablo no puede resolver por él.
     Marlowe introduce la visión del infierno como “el lugar sin límites”; no se trata de una apartada reserva de la tortura ni de un dominio sobrenatural, sino de la realidad que nos consta. Sartre retomaría la idea en su más célebre parlamento teatral: “el infierno son los otros.”
     Si en Taberna in fabula Moreno-Durán indaga la literatura centroeuropea a partir de una de sus escenografías definitorias, en El infierno tan leído estudia el drama de la tentación renovado por las circunstancias de la época. Al llegar a El Maestro y Margarita, de Bulgákov, subraya un rasgo que la modernidad otorga al Diablo: es extranjero. Si en el Moscú de Stalin Mefisto asume un aire tártaro, en el París de Valéry “habla italiano con acento ruso”. El Diablo de Bulgákov recuerda al tirano tan temido pero también representa lo exótico; tiene un ojo negro y otro verde, la mitad de la dentadura forrada de platino y la otra mitad de oro. El portador de la diferencia encarna el mal. Podemos vincular esta idea con el sospechoso que Poe sitúa en la literatura para fundar el cuento policiaco moderno. En “Los crímenes de la rue Morgue” los testigos discrepan pero guardan algo en común: “La peculiaridad no consiste en que estén en desacuerdo sino en que un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés han tratado de describirla y cada uno se ha referido a esa voz como una voz extranjera. Cada uno de ellos está seguro de que no se trata de la voz de un compatriota.” El infierno tan leído sirve de matriz para indagar la configuración cultural del culpable, el complejo desplazamiento de la figura del Diablo a la de su habitual sustituto contemporáneo, el extranjero. La nariz se ajusta al aroma de los tiempos para respirar azufre.
     “Soy una parte de esa fuerza que siempre quiere el mal y que siempre practica el bien”, con esta engañosa publicidad se presenta el Lucifer de Bulgákov. Una y otra vez, el sabio cede a la tentación, así sepa que el beneficio durará mucho menos que el suplicio posterior. De poco le servirá exclamar bajo el impulso de Goethe: “¡Deténte, instante! ¡Eres tan hermoso!”
     Pero hay algo peor que sucumbir a los favores luciferinos. En un relato de Italo Svevo, no incluido en la amplia revisión de Moreno-Durán, el viejo Fausto recibe al Diablo y descubre con tristeza que no tiene nada que pedirle. Para Claudio Magris la renuncia a toda tentación representa un infierno superior: “El dolor más intenso no es la infelicidad, sino la incapacidad de tender a la felicidad.” Cuán enteros parecen los Faustos débiles, humanizados por su ambición, ante el viejo apático de Svevo.
     Fascinante registro de las historias de la tentación, El infierno tan leído permite volver a la sentencia de Heráclito: “Difícil es luchar contra el deseo. Lo que quiere, lo paga con el alma.” No hay triunfo sin pérdida. El Diablo aparece y desaparece como la luz de una vela. Hecho de tiempo, Fausto cae para sobrevivirse: sus palabras son la vida que se va. –

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es narrador, ensayista y dramaturgo. Su libro más reciente es El vértigo horizontal. Una ciudad llamada México (Almadía/El Colegio Nacional, 2018).


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