Extraña felicidad

Los intentos por medir e incrementar la felicidad son todavía muy elementales dado la gran cantidad de factores a considerar.  
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Muchas cosas se organizan bajo el supuesto de que la gente quiere más dinero, pero no siempre es así.

En una zona rural, una empresa sustituyó el salario fijo por un sistema de incentivos que permitía ganar más produciendo más. Inesperadamente, cayó la producción. Los campesinos ajustaron su rendimiento para ganar lo mismo en menos tiempo y salir antes. Esta "anomalía" puede observarse también en el caso de las mujeres que prefieren más tiempo para su familia que un trabajo más absorbente, aunque esté mejor pagado. Y en los que prefieren ganar menos si los impuestos suben demasiado.

El dinero se puede intercambiar por tantas cosas que parece un valor universal. Esto permite simplificar las teorías, con el riesgo de creer que todo puede medirse en dinero. La idea misma de medir, tan útil para entender y mejorar, se ha extendido a realidades donde no viene al caso, y de maneras que pueden distorsionar la realidad. Si lo que interesa es A, pero no se puede medir; y se mide B como indicio de A, la medición puede llevar a que, en la práctica, toda la atención se concentre en B, aunque no sea lo que interesa.

Los planificadores soviéticos descubrieron este problema. Faltaban clavos, y no lograban equilibrar la oferta con la demanda. Si fijaban las metas de producción en toneladas, la producción se concentraba en clavotes (maximizar las toneladas). Si la fijaban en millones de piezas, se concentraba en clavitos (maximizar el número). Pero fijar las proporciones necesarias de cada tamaño para tener una producción balanceada (optimizar) rebasaba su capacidad de cálculo.

También la medición del PIB (producto interno bruto) resultó distorsionadora. Parecía mejor que las vaguedades que medían el progreso, cuando se hablaba de países adelantados o atrasados según el desarrollo de la vida social, intelectual y moral. Y se tomó el PIB por habitante como indicador de progreso, razonando que el bienestar depende de las oportunidades de consumo, que a su vez dependen de la productividad.

Pero es una medida deficiente. No toma en cuenta la producción ni las satisfacciones que se producen fuera del mercado: en la familia, en el trabajo voluntario, en las comunidades indígenas. No toma en cuenta el desarrollo social, intelectual y moral. No toma en cuenta la destrucción ecológica que se contabiliza como aumento del PIB. No toma en cuenta que la misma cantidad (digamos, mil pesos) produce más y satisface más en la pobreza que en la abundancia. No toma en cuenta que se puede ser más con menos.

Para superar estas deficiencias, las Naciones Unidas calculan desde 1990 un Índice de Desarrollo Humano (puede verse en la Wikipedia). Con mayor audacia, el minúsculo reino de Bután se propuso medir y fomentar la Felicidad Nacional Bruta. Y empezaron las encuestas.

Ronald Inglehart, Miguel Basáñez y otros (Human beliefs and values: a cross-cultural sourcebook based on the 1999-2002 values surveys, con CD-ROM, Siglo XXI Editores) preguntaron, entre otras cosas: ¿se siente usted muy feliz, bastante feliz, no muy feliz o nada feliz? La tabla A008 da la respuesta para la primera opción, y resulta que México está en el segundo lugar (el 57% de los mexicanos dijo sentirse muy feliz), notablemente por encima del promedio de 81 países (27%).

La Universidad Erasmo de Rotterdam compila una base mundial de datos sobre la felicidad (www.eur.nl/fsw/research/happiness), donde México empata con Finlandia y Noruega en el quinto lugar, aunque su PIB por habitante no llega a la mitad del finlandés ni a la tercera parte del noruego. Hay resultados parecidos en un estudio de la OECD (Alternative measures of well-being, 2006, figura 16), donde el bienestar sentido en México está muy por encima del nivel correspondiente a sus ingresos.

Recientemente, Ipsos boletinó los resultados de una encuesta en 24 países, donde preguntó en 2011: ¿diría usted que no es feliz, que es más bien feliz o que es muy feliz? Dijeron que son muy felices: 11% en España, 28% en los Estados Unidos y 42% en México (The Economist, "Measures of well being", 25 de febrero, 2012).

BGC, Ulises Beltrán y Asociados hicieron encuestas semejantes para México (únicamente) en diciembre de 2007, 2009 y 2011. Los tres resultados fueron consistentes y todavía más altos: el 65% se declara feliz y el 15% muy feliz en promedio. La suma anual (feliz o muy feliz) fue de 81% en 2007, 78% en 2009 y 82% en 2011; 80% en promedio ("Reina felicidad, pese a violencia", Excélsior, 2 de enero de 2012).

Según la llamada Paradoja de Easterlin, en el largo plazo (diez años o más), la felicidad en un país no aumenta con el crecimiento del PIB por habitante (Richard A. Easterlin, "The happiness-income paradox revisited", Proceedings of the National Academy of Sciences, 26 de octubre, 2010). Según los economistas Bruno S. Frey y Alois Stutzer (Happiness and economics), el estudio económico de la felicidad está en pañales porque depende de muchas circunstancias no económicas: psicológicas, sociales, políticas, culturales, religiosas.

Hace años, Miguel Basáñez me habló del problema que tenía una encuesta donde resultaba que los mexicanos de abajo estaban más contentos que los de arriba. Parecía increíble. Si los de arriba estamos descontentos, los de abajo han de estar a punto de estallar.

Una característica de las elites mexicanas es que están bien, pero se sienten mal. Es algo respetable, en cuanto implica un sentimiento de solidaridad; pero nocivo si estorba para entender la realidad. El paternalismo ignora las necesidades sentidas desde abajo. Trata de imponer su propio modelo de felicidad, porque no puede creer que se pueda ser feliz de otra manera. Generosamente, atribuye a todos sus ambiciones: posgrados y puestazos. Llegar al poder.

Por eso se despilfarra el gasto en educación superior, pero se escatima en la enseñanza de oficios y el desarrollo de recursos para las artesanías y microempresas.

 
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(Monterrey, 1934) es poeta y ensayista.


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