Estimado Sr. Rawls:

Continúa la serie de cartas dirigidas a investigadores, pensadores, inventores o polemistas muertos para contarles qué ha sucedido tras su descubrimiento o propuesta.
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Usted jamás ha recibido una carta como la que ahora tiene en sus manos. Le escribo en una voz que encontrará ajena y desde un lugar insospechado. Soy profesor de filosofía política en una universidad pública en México. A lo largo de las siguientes cinco clases impartiré un módulo sobre su concepción de justicia a estudiantes de licenciatura.

Su libro A Theory of Justice constituye el núcleo central de la mayor parte de cursos universitarios de filosofía política contemporánea en el mundo y según presume su casa editorial– citando un sondeo efectuado entre filósofos- es el texto de la disciplina con la mayor probabilidad de continuar leyéndose en cien años.

Previo al análisis de la “justicia como imparcialidad”, los jóvenes se encuentran familiarizados con los supuestos teóricos de la tradición contractualista y, al parecer—no obstante su dificultad preliminar—han entendido suficientemente la filosofía moral kantiana, principal cimiento de su proyecto. El interés que suscitó el filósofo alemán fue resumido en un halago que, sin duda, el propio Kant hubiese calificado de extravagante: “es una filosofía muy bella”, dijo espontáneamente un estudiante al final de una clase (seguramente ignorando que la única hermosura que en vida rodeó al filósofo fue un retrato de J.J. Rousseau que colgaba de una de las paredes de su austera vivienda). El halago llamó mi atención no solo por lo inusitado, sino porque me remitió súbitamente a la opinión que tuvo de su teoría uno de sus más lúcidos críticos, el libertario Robert Nozick: inspiradora y bella.

Si bien, Sr. Rawls, su trabajo ha sido considerado por varios de sus lectores como “muy abstracto” (una aturdida, aunque recurrente, opinión que se ha empleado para descalificar argumentos filosóficos construidos metódicamente), su nitidez es tal que puede eficazmente sintetizarse en un enunciado comprensible para cualquier estudiante: “Todos los valores sociales—libertad y oportunidad, ingreso y riqueza, así como las bases del respeto a sí mismo—habrán de ser distribuidos igualitariamente a menos que una distribución desigual de alguno o de todos estos valores redunde en una ventaja para todos”. Retaría a cualquiera de sus críticos, principalmente a los que sufren de esa latosa (y cada vez más frecuente) manía de citar a Jacques Derrida para vapulear lo que llaman torcidamente “el discurso de la modernidad”, a que expresaran con esa claridad las aspiraciones normativas de su turbia retórica.

Me daré por satisfecho si mis alumnos comprenden el sentido de dicha concepción de justicia y reconocen cómo los conceptos de la posición original y el velo de la ignorancia llevan a sus dos principios (i.e. el principio de igual libertad y el principio de diferencia) mediante el proceso que llama equilibrio reflexivo.

Para facilitar su comprensión tendré que ofrecer algunos ejemplos de situaciones injustas a fin de ilustrar cómo estos principios de justicia pueden corregirlas. Para esas ocasiones, suspenderé por lo pronto las alusiones a mi propio país y pensaré en la sociedad a la cual usted interpelaba cuando publicó su primer libro. Hablaremos de los Estados Unidos, de algunos aspectos de su estructura institucional y de cómo esta influye en las expectativas que tienen sus ciudadanos para, actualmente, llevar a cabo sus planes de vida.

Pienso proponer al grupo un ejercicio lúdico. Le pediré a los alumnos imaginar conmigo que usted ha estado ausente por algunos años (digamos, poco más de una década), y que desea saber qué ha sucedido en su país en ese tiempo. La idea es que adviertan qué tipo de información o sucesos usted encontraría relevantes en función de su teoría.

A mi, por ejemplo, me parecerá oportuno referirme a la equidad con la que se distribuyen ciertos bienes que usted llama primarios y que cualquier persona buscaría tener para llevar a cabo su plan de vida. En este sentido, es claro que su país ha sufrido cambios en los últimos años; casi todos enfrentados a su concepción de justicia distributiva, dándole a esta una vigencia sin precedentes. Digámoslo llanamente: su país es la sociedad del mundo desarrollado con la mayor desigualdad, aunque muchos de sus ciudadanos no lo sepan.

Hace un par de años, un colega suyo de la Universidad de Harvard publicó los resultados de un estudio de percepciones sobre la desigualdad en los Estados Unidos. De los hallazgos de esta investigación, inspirada tangencialmente en su trabajo, sobresale el hecho de que los estadunidenses suponen que viven en una sociedad menos desigual de lo que realmente es. Así, de acuerdo con la encuesta que se llevó a cabo para dicho estudio, sus compatriotas (al margen de sus preferencias políticas) piensan que el 40% de las personas en la base de la pirámide controlan alrededor del 9% de la riqueza. La realidad es que ese 40% de individuos solo posee una minúscula fracción del total de ella: apenas el 0.3%.

La concentración actual de la riqueza es tal que se estima que el 1% de las personas poseen en su conjunto activos equivalentes al 35.4% del total de la riqueza nacional. Le menciono un dato que permite dimensionar la relevancia de esta disparidad distributiva en uno de los bienes primarios: el ingreso.  Mientras que en 1971, el año de la publicación de A Theory of Justice, el coeficiente de Gini—cuya escala va del 0 (absoluta igualdad en la distribución del ingreso) al 1 (absoluta desigualdad)— en Estados Unidos se encontraba en 0.386, cuarenta años después el indicador había alcanzado el 0.477. Una cifra mucho más cercana a la de México (0.483), que al promedio de la Unión Europea (0.307). ¿Cuál será el coeficiente cuando su libro se lea en cien años?

Hasta cierto punto, sabemos, podrían justificarse rawlsianamente ciertas desigualdades—valiéndonos del principio de diferencia—si de aquellas se derivaran mejores condiciones para los ciudadanos menos aventajados social y económicamente; sin embargo, los impuestos federales y las transferencias actualmente tienen un efecto redistributivo mucho más modesto de aquel que tuvieron a finales de los años setentas, cuando el ingreso no alcanzaba el grado de concentración al que me he referido. De esta manera, en tanto que la riqueza se ha ido concentrando en un pequeño porcentaje de la población, la pobreza ha aumentado sostenidamente: actualmente el 16% de los estadunidenses se encuentran en dicha condición, 3% más de la proporción que existía hace apenas seis años. Este promedio, sin embargo, oculta otro hecho: la existencia de divergencias de los niveles de pobreza que se presentan entre los estados de la Unión. De modo que mientras que en su natal Maryland el porcentaje de personas en situación de pobreza es del 10%, en Mississippi alcanza el 23%.

Con el lema “somos el 99%” en septiembre del año 2011, una revista que pugna por limitar el poder de las grandes corporaciones organizó una protesta social en el parque Zuccotti de la ciudad de Nueva York. Agrupados en un movimiento llamado Occuppy Wall Street, alrededor de 2,000 personas acampadas en el parque convocaron la atención de los medios de comunicación para referirse al creciente problema económico y social de la desigualdad, así como para condenar, decían, la inmoralidad de la “avaricia”. La protesta tuvo cierta resonancia y ha sido capaz de hacer un poco más visible el creciente problema de la desigualdad. Sin embargo, todo terminó en una infausta ironía cuando se reveló que el más generoso donante que había colaborado a financiar la protesta era un ex banquero que también apoyaba con dinero a un pre-candidato presidencial del Partido Republicano (quien, según documentó un video grabado en una reunión privada, no parece tener la mejor de las opiniones sobre los ciudadanos que reciben apoyos del gobierno tendientes a atenuar rezagos sociales).  

Pero no todas las noticias son adversas y, por lo pronto, la posibilidad de ampliar sustancialmente la cobertura del derecho a la salud de los ciudadanos estadunidenses se ha empezado a materializar. Le comento que en el año 2009 el presidente de su país, quien el pasado enero juró su segundo mandato, se dirigió al Congreso apremiándolo a aprobar una reforma al sistema de salud. Recordó que desde hace más de cien años, iniciando con Teddy Roosevelt, todos los presidentes se han referido de alguna manera a la urgencia del tema y, sin embargo, treinta millones de ciudadanos en la democracia más poderosa del mundo no contaban con cobertura de servicios de salud. La reforma se aprobó un año después—a pesar de una virulenta contracampaña que veía en la iniciativa presidencial una amenaza socialista (¡!)— pero sus principales componentes, que harán efectivo el derecho a la salud para los ciudadanos más pobres, entrarán en vigor hasta enero del año 2014.

¿Son ahora los Estados Unidos un país más libre y más equitativo? Pensemos que un hombre con el color de piel del que hoy tiene la facultad de enviar iniciativas presidenciales hace cincuenta años hubiera estado obligado a ceder su asiento en el autobús a un ciudadano blanco. Y sin embargo, en la actual legislatura el 94% de los asientos del Senado son ocupados por blancos, por cierto, en su abrumadora mayoría varones. Un dato que incomodaría a su madre, activa pionera de la lucha por los derechos políticos de las mujeres, y que expresa una gran inequidad en el acceso a oportunidades para la representación política, es que el porcentaje actual de mujeres en el Congreso no alcanza siquiera una cuarta parte. Respecto a esta cuestión, soy de la opinión que la teoría política feminista pudo haber sido más eficaz en su crítica a la desigualdad si se hubiese acercado más a su proyecto filosófico liberal y a su método argumentativo. Sin embargo, muy temprano marcaron su distancia.

Pero las teorías que aparentan tener una gran vigencia pueden ser al tiempo caducas, Sr. Rawls. Y es aquí donde se vuelve absurdo hablar solamente de su país sin referirse también a los otros. Llegarán a esa conclusión mis alumnos en clase a lo largo de nuestro ejercicio. Así, el mundo en el que viven, a diferencia de aquel que vio nacer su libro, tiene una composición distinta. Ha transcurrido poco tiempo (si uno piensa en el largo aliento de las tradiciones filosóficas), pero un importante supuesto de su teoría se ha vuelto ridículamente obsoleto.

Me refiero a la idea de que es posible concebir los sistemas de cooperación social como sistemas cerrados, aislados de otras sociedades—restringiendo de esta manera la validez de los principios de justicia social al perímetro de comunidades políticas nacionales.  Varios teóricos liberales cercanos a su filosofía lo han advertido, y agrupados en una corriente conocida como cosmopolitismo rawlsiano han propugnado por ampliar el ámbito de aplicación de su concepción de justicia haciéndola global. Aunque sus alcances en la renovación de la disciplina han sido limitados, creo que el trabajo teórico de sus herederos subraya dos hechos irrebatibles que tendrán que ser abordados por la filosofía política post rawlsiana: la interdependencia de los sistemas políticos y la existencia de una comunidad humana universal.

Podrán enfoques teóricos distintos al suyo cuestionar la validez de los supuestos de su concepción de justicia, pero el postulado fundamental de su proyecto se mantendrá firme, dándole vitalidad a la filosofía política, no importa cuántas veces se le declare muerta (y tenga que ser revivida por un libro). Una idea tan simple como esplendorosa, cuyo poder espero que mis estudiantes comprendan: las personas son libres e iguales.

 

Carlos Román

Guanajuato, Gto., México.

 

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Es profesor investigador en la Universidad de Guanajuato. Es autor del libro Transnational Social Justice, publicado por la editorial Palgrave.


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