Ilustración: Decur

El estilista Caruso Pertuso

“En diciembre del año 2001 –ha señalado Patricio Pron– una serie de acontecimientos hizo pensar que el país que habitualmente llamamos Argentina llegaba a su fin.” Una aguda crisis económica devino crisis política y el descontento social parecía incontenible. En un ambiente de represión, inestabilidad y caos, la actividad literaria estaba condenada a estancarse. En los años posteriores, sucedió lo impensable: la literatura se revitalizó, las pequeñas editoriales ganaron presencia una vez que los grandes sellos dejaron de interesarse en autores locales y una nueva camada de escritores hizo su irrupción en el panorama. Estos autores demostraron no ser solo producto de una circunstancia específica sino parte de una de las tradiciones más ricas de la literatura de aquel país. Una tradición que, según observa Damián Tabarovsky en su introducción a este dosier, concilia lo excéntrico y lo político, lo central y lo periférico. Una que escribe contra la norma. En nueve narraciones, una de ellas de no ficción, Letras Libres ha querido reunir a algunas de las voces más sobresalientes de las letras recientes de Argentina, no para insinuar los rasgos compartidos de una generación, sino, precisamente, para dar fe de su diversidad. ~
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Mi abuelo era un señor… mi padre, también… ¿Usted conoció a mi tío, el periodista?”

Pertuso es el peluquero de damas y caballeros. Dícese estilista.

Está peinando a una dama adinerada porque al atelier de Caruso solo concurren las de ese nivel aunque no integren familias consideradas distinguidas o de rango.

La dama llamada Amanda es viuda y dueña de un lujoso palacete de los que hasta hace poco rodeaban la Plaza Moreno de La Plata y ahora son departamentos en propiedad horizontal, “bicheros”, opina una dama anticuada. Creo que tiene razón.

Daba gusto pasear por los amplios espacios de aquellas antigüedades. Las plantas, las trepadoras, el bosquecito particular de las familias fundadoras rodeando la plaza más bella platense.

Amanda y su esposo fallecido hicieron fortuna vendiendo cuero de las vacas y toros de su estancia sita en Villa Elisa, localidad vecina a la ciudad de Rocha.

Caruso, mientras acicala la cabeza de Amanda, rodea su importante entorno. Le acomoda un bucle, le vuelve a peinar un rulo, le pone un espejo atrás: “¡Mire qué cabeza!”

Suspira por sus fosas nasales peludas: “Mi abuelo fue un señor, mi padre, etcétera…”

“¿Qué?”, inquiere Amanda.

“Nada… estoy recordando.”

Vuelve a suspirar y los pelos salientes del naso se sacuden cual pedúnculos vegetales:

“Todo era mejor en la infancia”, nuevo suspiro y pose melancólica.

Va hacia el pequeño mueble donde cobra su trabajo y en voz baja y confidente canta el precio exorbitante que la clienta paga sin pronunciar palabra pensando que el peluquero es chorro.

Ocurre algo raro en la relación entre la clientela especialmente femenina y Pertuso. Todas piensan que es chorro, pero ninguna protesta.

Su continua, constante charla adormece con cierto encanto de canto dulzón.

Una vez se enfermó, según dijo, se sometió a una operación quirúrgica por afección hepática; cerró el atelier y lo extrañaron.

Volvió a los seis meses pálido y algo introvertido, cubierto el rostro tosco con barba hirsuta, peinado con colita hasta la espalda algo encorvada por la obligada pose de profesional del pelo.

Contó alternativas de su operación:

“Me las vi mal…”, ojos en blanco y tijera cadente.

Lenguas afiladas contaron que tal afección de hígado era una falacia y que fue afección de “barbijo” o sea tajo en la mejilla izquierda por vendetta amorosa en el bodegón de Zippo, el siciliano, a cuyo papá, años ha, enzocaron una banana brasilera de cáscara durísima en el orto, y el viejo sosteniéndose los pantalones llegó al hospital.

Gritaba: “¡Me amasaron, mamma!

¡Criminales!”

Lo tuvieron que operar. Dicen que le quedó el orto muy ampliado y desde entonces lo han motejado “Zippo, de cagar feliz”.

Porque la maniobra le resulta fácil.

La cirugía de Pertuso en la mejilla izquierda cubierta por frondosa pelambre oculta el drama del bodegón.

La mentira es de vida breve.

La vida es como el mar que devuelve cuanta cosa extraña cae en su lecho y así solo no se sabe lo que no se hace.

El drama tradicional isleño no termina aquí. Así es como se supo que Zippo, cuyo apellido Pertuso decoraba el nombre de Caruso, el estilista, era su progenitor. Además, no era señor, es decir noble, sino Zippo Pertuso, el del gran agujero.

Lo que le ocurrió a Lito Piccio

Caruso Pertuso tuvo varias parejas románticas, siendo la última la hermana de Lito Piccio, una rubia desabrida taruga y barrigona.

Oficiaba de ayudanta del atelier, su tarea se reducía a barrer. Cumplía faena de cama adentro en casa del estilista.

Una noche la secuestraron, pero no la violaron. La asustaban disfrazados de fantasma: “¡Uh, uh, uh!”

Ella contó esto. La dejaron escapar.

A la familia Piccio se le puso que el honor de la muchacha había sido mancillado, y asesinaron a uno de los secuestradores con un cuchillito Tramontina.

Dicen que Piccio se atribuyó el criminal suceso y lo pagó caro porque en ocasión de estar de guardia, porque era vigilante policial, lo agarraron y lo encerraron en un galpón.

Acto seguido, rociaron con kerosene el pajar y con un fósforo incendiaron todo y a Lito también.

Ojo por ojo, diente por diente, es la mejor forma de hacer justicia. De otra manera, los juicios se postergan, pasan los años y prescriben los crímenes por falta de mérito y comprobación de pruebas; suele haber apelaciones.

A mi parecer, está bien que el que las hace, las pague.

Sacaron en conclusión los descendientes que era peligrosa la asistencia al bodegón de Zippo donde metían objetos en los agujeros y concavidades anatómicas.

Otro caso: Tartarugo Poroto padeció de mal de oído izquierdo, porque le enzocaron un poroto en la oreja de ese lado, que se fue al fondo del órgano y su dueño se olvidó de sacárselo.

Durante una siesta veraniega comprobó, mirándose en el lago, que tenía una ramita crecida en el lado izquierdo de su cara gorda y lo operaron. Lo apodan Poroto Tartarugo.

No es aconsejable esa bodega.

Aconsejable es asistir al bodegón “Le Tiro”.

A cuatro cuadras más allá, los cofrades que asisten inventaron un canto y lo actúan. En el frente del negocio, en un cartel, se lee: “Para ingresar al salón, quince pesos. Se aconseja traer el objeto y actuarlo.”

Cantan de tal guisa, para lo cual ya han elegido el blanco:

Le tiro con maíz / le rompo la nariz.

Le tiro con la roca / le rompo la boca.

Le tiro con la reja / le rompo la oreja.

Le tiro con la vieja / le rompo la otra oreja.

Le tiro con otra reja / le rompo la ceja.

Le tiro con otra vieja / le rompo la otra ceja.

Le tiro con la araña / le rompo la pestaña.

Le tiro con la maña / le rompo otra pestaña.

Lo tiro por el suelo / arranco el pelo.

Y así continúan con el resto de la anatomía del que cometió algún desaguisado entre parientes o amigo de alguien.

Ejemplo: “Le tiro con un higo, le rompo el ombligo.”

Siguen hasta que el sujeto confiesa y si no lo hiciera “le tiro con la cuerda y lo hago mierda”.

“Le Tiro” es propiedad de Angelo Viccicomi, reconocido e ilustradísimo creador de métodos conectivos de la conducta. En su juventud, en Siracusa, fue digno signore, capo della mafia.

La Niña Chole y su mamá

El atelier de Caruso Pertuso abrió a las ocho de la mañana y la ayudanta sacó la bolsa de basura y empezó a barrer. Caruso empezó a chupar mate por la bombilla exponiendo ante los objetos del negocio, incluida Asunta, o sea, la ayudanta, una filosofía muy suya sobre el “arte de barrer”.

“No cualquiera barre bien… es arte menor, pero arte al fin y al cabo… Uno agarra la escoba de paja; es mejor que el escobillón. Me invade el recuerdo de mi abuela. ¡Oh!… sí… era una dama. Vos sabés, Asunta, que enjabonaba su cara con jabón de óleo y tenía la paciencia de aguardar la madrugada para enjuagarla con el rocío del amanecer; ¡qué cutis de porcelana! Mi Nona odiaba el escobillón y cualquier otra tecnicidad; ¡la escoba, la escoba tradicional… la escoba de paja! ¡Oh, la escoba! Barría parsimoniosamente y volvía al mismo lugar varias veces hasta comprobar que ahí no quedaba un rastro ínfimo de polvo atmosférico que es veneno pulmonar… Ella aseguraba que las enfermedades vienen por absorción de polvo atmosférico.”

Asunta cree haber oído algo acerca de la naturaleza del polvo atmosférico, pero calla; no es afecta a la discusión con su amante.

A las nueve, viene la primera clienta: Amanda deslucía el peinado de la semana anterior.

El estilista besó la mano pulida de la dama viuda y poderosa que instaló un negocio de bisutería y otras fantasías de moda.

El estilista puso fin a su filosofía de barrer con “quien barre bien merece respeto, porque respeto la higiene pulcra”.

La clienta sentó su gordo culo en una silla con muelles frente al espejo. Volvió a abrirse la puerta y entraron doña Pochola del Chello y su hija Niña Chole, que padecía mal de Down levísimo, muy leve, lo que le permitía concurrir con chicos de su edad a una escuela común privada, que para eso la familia tenía plata.

Las facciones del estilista se abrumaron.

Niña Chole no callaba absolutamente nada de lo que veía. Se dedicaba a divulgar la verdad desnuda.

Amanda indicó: “Hágame un peinado moderno.”

“Habíamos quedado en tutearnos”, dijo él.

Ella corrigió: “Haceme un peinado moderno.”

Él, con inclinación cortés: “Así está mejor.”

Niña Chole estiró el cogotito espetando: “No puede porque es viejo… peina en viejo el peluquero.”

Pertuso restregó sus manazas como si las enjabonara para esperar el rocío y enjuagarlas, y del movimiento de restregarse salía olor a odio criminal.

Dijo: “Niña Chole, yo peino moderno… no soy viejo sino de edad provecta.”

Niña Chole entendió que era un viejo de probeta. La nena aprobó el quinto grado con muy buenas notas. A veces confundía ciertas expresiones raras y las del peluquero lo eran.

Había visto en un sanatorio infantil, en el laboratorio, una probeta con un feto deforme; entró ahí sin permiso. Sabía qué era una probeta.

“¿Por qué no te quedaste un poco más en la probeta? Así estarías más lindo.”

Había soñado luego de ver el fetito bailoteando en el líquido que estaba curándose de una afección que lo deformaba. Soñó que cuando lo sacaron estaba precioso.

Dedujo que la debían haber dejado a ella unos días más en su probeta y ahora sería la más linda de la escuela.

Igual se aceptó.

Niña Chole era un ángel de inocencia, por eso resultaba insufrible.

Pochola del Chello hizo un gesto posándose la mano sobre la boca en señal de “cállate” y la nena gritó: “¿Qué te pasa, ma?… ¿te molesta la prótesis nueva?”

Silencio sepulcral en el atelier.

Niña Chole se ha adormilado.

Caruso acicala a Amanda y le pone el espejo atrás.

“¡Qué cabeza adorable, Amanda!”

“No es para tanto, Caruso.”

Suspira él: “Sí… y es para mucho más.”

Pochola del Chello y Niña Chole conocen a la nueva clienta que entra al atelier. Concepción Canosa de Cáspita, española nacionalizada, a quien sus coterráneos afectuosamente llaman Conchita.

Niña Chole se ha despertado, ha puesto su manita gorda a sostener su cabeza y estaba ordenando las palabras de su próxima locución.

Pregunta a doña Concepción: “Señora, ¿por qué los gallegos la insultan cariñosamente?”

“Qué me estás diciendo, Niña Chole, que no entiendo.”

“Señora, yo me enojaría si me dijeran conchuda…”

Pochola desearía estar enterrada a cien metros bajo tierra.

El atelier es un tenso nervio próximo a estallar y romperse.

Caruso Pertuso pasa cerca de Niña Chole con la tijera cadente que brilla amenazante.

Niña Chole murmura con nitidez: “A ver si este hijo de italiano me corta la cara.”

La chica sabe todo porque vive con la oreja pegada a los grupos de su familia cuando se reúnen con amigos.

Su memoria es fotogénica.

Pochola vuelve a hacer la señal de “cerrá la boca”.

La chica dice: “Ma… la prótesis es suiza, tiene que ser cómoda.”

La buena española nacionalizada intenta tranquilizar el ambiente.

“Ya sé a qué te refieres, Niña Chole, porque Concepción es Concha de sobrenombre.”

Efecto de suma de neurosis de las féminas y para colmo hay un masculino, el ingeniero Ribello, que ha venido a emprolijar su corte varonil. No le gusta el cabello largo y los hombres con aro; es ruboroso y está colorado, los ojos azules lagrimosos. Desea ocultar su estado crítico y agarra una revista de una mesita. Acto seguido, la deja con rapidez porque es de modas de dama.

Niña Chole sabe derivados de la lengua, materia que le encanta y dice: “Conchuda deriva de concha y no es algo bueno.”

Silencio y paciencia.

“A ver a quién tengo el gusto de peinar”, dice el estilista.

Se va la tarde con dulzura platense, fuera del recinto de la coquetería algo anticuado de Pertuso.

Cuando Caruso Pertuso habló de la piel de seda de sus abuelas

“Todo tiempo pasado fue mejor”, opina el estilista y sigue. Y sigue con la historia de que se lavaban la cara con el jabón de palma de oliva y el rocío del amanecer. “Con un algodón repasaban sus caras aún somnolientas para aprovechar esa lluviecita delicada. Habían bajado por las escaleras de mármol de la gran casa.” Esto ya se lo había contado a Asunta y lo repite con más galanura.

Los ojos rasgados de Niña Chole divagan de un lado a otro alrededor del estilista y su memoria fotográfica trae una escena de venta de papas, patatas, tomates que es de Zippo Pertuso como también es de Zippo Pertuso el de cagar feliz por la ampliación del orto, y también El Bodegón.

Y ahora oye la exclamación de Niña Chole:

“No puede ser… su mamá y su abuela vendían papas, patatas, tomates y atendían a los clientes con las manos ordinarias, la cara arrugada y en patas.”

Pochola agarra a su nena y trata de arrastrarla hasta la puerta del atelier. Ella se resiste y sigue: “A su pariente, abuelo o papá le enzocaron una…”

Al fin la madre puede dominarla.

Cuando Pochola del Chello, mamá desesperada, abre la puerta del auto, la nena vuelve a la vidriera del atelier y con su dedo gordo reedita el corte de cara en la mejilla desde la barbilla hasta la oreja.

Ríe, saca la lengua, va a la puerta del auto. Dice: “Ya está, ma.”

Se reclina y entrecierra sus ojos orientaloides.

Mamá Pochola de pronto piensa: “¿Hasta cuándo deberé cargar con este bagayo?”

En realidad por este bagayo pierde reuniones sociales, conferencias, a su marido, a sus amigas.

De pronto, arrepentida, acaricia el cabello de la nena que le dice:

“Ma… ¿por qué pensás así?”

Caruso Pertuso desbarrancado en un sillón medita en voz alta: “Los anormales no debieran estar con nosotros.”

Una cliente se enoja y espeta:

“¿Por qué decís esto? Niña Chole es normal y aprobó la primaria con buenas notas. Va a música, solfea y canta.”

Caruso vuelve a meter la pata: “El Führer de Alemania tenía razón cuando los incineraba y también a los judíos.”

Las hermanas Stemberg son viejas, asiduas clientas y se van dando un portazo.

La peluquería seudoatelier se vacía.

Una clienta con ruleros se queja y Pertuso le dice que a ella la peinará ni bien se reponga tomando unos mates que le ceba su pareja panzona.

El peluquero sabe que debe clausurar su pretencioso y arruinado negocio.

La casa de Caruso Pertuso dolarizada

La casa es ruinosa, llena de rasgaduras y agujeros que el dueño trata de solucionar con ladrillos, chapas y cartones, pero que con las tormentas vuelven a aparecer y el dueño coloca palanganas, ollas, escupideras para que el agua no invada los miserables recintos habitacionales.

Él duerme en un camastro arrinconado donde el diluvio no llega.

Al fondo de la propiedad, en un galpón, hay herramientas, lonas y palas. Hay clavos y martillos en cajas de zapatos. Son dos cajas que contuvieron los dos pares de zapatos que Pertuso compró durante su ya larga vida de casi ochenta años.

De gallinas, huevos y pollos de su gallinero se alimenta, y del producto de una huerta exigua.

Suspira: “Igual que mis ancestros… mi abuelo era un señor; mi padre, también.”

Caruso Pertuso habita su universo personal y si se despertara, moriría.

Odia a Niña Chole.

De repente, le viene en mente la relación con su pareja que vive en una casita humilde, pero cómoda, y como hija de italianos cocina como los dioses.

Pertuso resuelve ir a almorzar a la casa de Asunta. Y a la mañana siguiente le anuncia por teléfono su visita. Después recapacita: “Hay que visitar a los pobres, a los humillados.”

Se relame anticipando el ágape de sorrentinos deliciosos, del pan fresco, del vino y el postre de budín de pan.

Ya en su auto en marcha siente una punzada hambrienta en la panza, pues el intestino exige comida. Acelera. Llega. Ella lo está esperando en la puerta con expresión de alegría.

“Es un favor que le hago. Que Dios me compense.”

Desde ya, huele rico. Rico huele y la saliva inunda su bocaza.

Asunta ha preparado un tentempié anticipado al ágape.

Pertuso emprende la faena alimentaria.

Agarra escarbadiente y erra el pinchazo al quesito que sale volando del plato al mantel. Él insiste y lo acribilla en el mantel. Entre pincho y no pincho manduca el contenido riquísimo de numerosos platitos y la mayonesa amarilla y sabrosa; bebe vermut con Campari.

Asunta lo mira y reflexiona: “Caruso no ha comido desde que cerró el atelier.”

Él la mira y reflexiona: “Si no fuera tan simple me casaría con ella… pero mi abuelo era un señor y mi padre también.”

El invitado sabe que la cocinera además de comida hace brujerías y concurre a una casa misteriosa cuya dueña es bruja hecha y derecha.

A la bruja, en el suburbio embarrado, le tienen miedo. Vuelve a su mente Niña Chole y se atreve a una peligrosa proposición.

Devorando sorrentinos mientras la salsa al fileto le resbala por la barba hirsuta, se atreve: “Asunta, tenés que ayudarme; ojo por ojo, diente por diente, contra la mogólica Niña Chole o tendré que batirme a duelo con su padre a espada, filo contra filo y punta. Ya dije, la espada heredada de mi abuelo y de mi padre, y acaso muera en combate.”

Asunta siente afecto por Niña Chole; Caruso se atreve a más y ofrece: “Si me hacés el favor de brujería contra el monstruito, nos casamos. Y te daré un anillo de oro con un diamante que fue de mi abuela.”

Asunta sabe lo de la venta de papas, patatas y tomates.

Vagamente le promete: “Voy a ver.”

Caruso come, come, come. Bebe, bebe, gotea salsa en su barba. Come y bebe.

Sumergido en profunda sueñera pone la cabeza sobre sus brazos y ronca. Asunta levanta la mesa y pasa un trapo para limpiarla; entrecierra la puerta y va a la cocina. Trajina silenciosamente. No quiere turbar la siesta de Pertuso que se ha saciado la panza tipo chancho y eructa. Asunta resuelve siestear en el dormitorio.

Va llegando un atardecer seco y aburrido. Más tarde ella zurcirá medias, planchará… Es ama de casa ejemplar.

Caruso Pertuso bostezará y con un escarbadiente mondará su dentadura caballuna común en los italianos sureños, que mueren todos con los dientes puestos.

Finalmente se despedirá. Pero antes cebará unos matecitos acompañados de sánguches de mortadela que según él es el fiambre más sano, mejor que el jamón. Tragará tres, por lo menos.

“Es sano evitar la cena, no hay que dormir con el estómago lleno. Así me aconsejaba mi Nona, que fue una dama de cutis de porcelana y manos de pianista. ¡Qué gran dama… ya no hay!… ¡ya no hay!”

Asunta piensa, pero sin palabras, que se está cansando de las cantinelas de Caruso. Además Tomasino, el carnicero, le hace los bajos. Con miradas soñadoras y párpados titilantes cual estrellas fugaces. No está mal Tomasino. Pero sabe que Caruso tiene una sevillana “trac-trac”, que sale cortando. Por nada del mundo expondría su piel rosada a que la desfigurara con un barbijo siciliano. Cuando Pertuso se acercó a Niña Chole con la tijera cadente, ella temió que la esgrimiera con saña y lastimara a la nena atrevida.

Pertuso acostumbra amenazar. Hasta ahora no se le ocurren más ataques que el que recibió en la mejilla izquierda profundamente, y apenas lo puede esconder bajo su barba hirsuta.

Asunta, no obstante el miedo, alienta a Tomasino con requiebro femenino de “mirá qué culo tengo”. No es tonta la tanita.

Ya han mateado y sangucheado. Ya Pertuso sentó el ídem de su apellido en el viejo automóvil y marcha a su pocilga.

“Cumplí con esa alma enamorada…”

En la pocilga se le va el sueño y resuelve emprolijar los dólares. La casa espantosa oculta una fortuna. El dueño desde hace muchos años no ha gastado ni un peso.

Cada fin de semana junta los pesos ganados en el atelier y los dolariza. Después los envuelve en diarios, en cartones, en diarios, en cartones y los esconde en el sótano. En el entretecho no, porque entra el agua cuando llueve.

Próximo al patio de ladrillo hay un pozo que antes se llenaba de agua y, mediante un balde descendido por cadena y roldana, servía a los moradores.

Ahora Pertuso instaló una bomba inutilizando el pozo que usa para guardar dólares.

El pozo lleno hasta más de la mitad encubierto con una madera y una chapa de zinc simula ser algo común, solo un pozo inutilizado con una maceta arriba y una planta de malvón.

Nadie lo ha mencionado. Los dólares envueltos, además, no parecían ser algo importante. La casa dolarizada era más segura que un banco.

El cambio

Caruso Pertuso se bañó en su casa. En el baño tenía un calefón que funcionaba con kerosene. Después se cortó las uñas de los pies y consoló sus callos con Dr. Scholl. Había puesto a secar su ropa interior y procedió a plancharla con una plancha a carbón.

“Sigo las huellas de mis antepasados que eran unos señores, nada nuevo acá. Novedades, ¡no! Soy fiel a lo heredado.”

Silbaba un tango de Canaro. Terminó esa tarea y sintió hambre y comió un sánguche de chorizo. Tomó un vino marca Cangiani, chupando del botellón.

“Esto es vida”, dijo.

Sentado en el patio enladrillado decidió el cambio.

“Mañana pondré el aviso en el vidrio de la puerta del atelier.”

Suspira añoranzas.

“Es la vida.”

“El maestro estilista desde el lunes atenderá solo a damas en sus domicilios porque decidió poner fin a las atenciones en este atelier.”

Anotó su número de línea y de celular.

Otro aviso: “Se vende este local.” Repetición de los números telefónicos. Acto seguido, cargó en cuatro cajas los elementos de peluquería, especialmente los frascos de tintura de todos los años con restos de colorantes; también los vacíos y las ampollas usadas. Volvió a cargar las cajas en su auto antiguo. Suspiró viendo desde el asiento el frente ofrecido en venta. Suspiró:

“Es la vida.”

En la viñatería compró dos botellones de vino Cangiani.

“Barato pero sano.”

Hizo lo mismo y le flamearon los pelos de su gran nariz. Había decidido gastar unos pesos.

En su pocilga armó sendos sánguches, uno de mortadela, otro de salame, y llenó un vaso con Cangiani. Se sentó a la mesa, cerca del teléfono que sonó.

“Sí, con el maestro estilista Caruso Pertuso. ¿Con quién tengo el gusto? ¿Rina Huertas? Sí, Rina. Horario matutino de 9 a 13; vespertino, de 17 a 21. Bien… Si hay comodidades no llevo palanganero. Bien, a las 17 estaré en su casa.”

A la hora 17 tocó timbre en la casa coquetona de Rina Huertas. Lo recibió una empleada de servicio y entró a una sala coquetona como la mansión próxima al Parque Saavedra.

“¡Qué zona privilegiada! Ni muy céntrica ni muy suburbana!”, pensó Pertuso, ojos en blanco. Y empezó a hacerse el bocho. Se imaginó casado con Rina y asistiendo a reuniones.

“Permiso”, solicitó. Y extrajo un libro de la biblioteca. Leyó con emoción:

“Título: Amor querido.

Te amo mucho y sueño

contigo de noche

tú me amas

el corazón me late

ven a mí

acércate.”

Rina dijo: “Es de mi autoría, soy escritora.”

Opinó Pertuso que estaba divino y que aquel a quien estuviera dedicado sería muy feliz. Ella puso la mano a la altura de su corazón, en su pecho tetón.

Sonó el celular del estilista.

“¿Amanda? ¿Mañana? Bien, a las 17. Besito.”

Dijo: “Amanda es una clienta del atelier. Linda mujer… pero se está enamorando de mí… ¡Ay!”

Rina: “¿Y vos?”

Él: “Hasta ahora nunca sentí lo que estoy sintiendo por vos… pero…”

Rina: “No hay pero que valga… nos casamos y voy a vivir con vos a tu casa.”

Él: “No permitiré que dejes este palacio. Vengo yo… por vos sacrifico mi palacio heredado de mi abuelo y mi padre, que fueron señores… ¡no faltaba más! ¡Nunca me aprovecharía de mi amada!”

Rina: “Esta casa está en venta… cuando murió mi marido quedé con escasos medios económicos y ya vendí el coche que ves ahí.”

El pretendiente empalideció… seguidamente empezó a guardar los frascos y demás objetos desparramados en la mesa. Dobló el nylon de la bolsa agujereada por cuyo agujero Rina metió la cabeza que ahora lucía un monumental peinado duro cual alambre artístico. Agarró su libreta. Estilográfica en mano espetó: “Rina, somos grandes… pongamos en orden nuestros pensamientos… y después… después decidiremos… hay tiempo en adelante… ay, ay, ay.”

El cielo se oscureció

Pertuso abrió la puerta de alambre que daba a un pequeño baldío vecino a su casa y entró el auto. Miró el cielo: “Se ha oscurecido de repente.” Observación justa porque el 2 de abril de 2013 ocurrió ese fenómeno en la ciudad de La Plata.

Ni bien se sentó en el banquito del patio enladrillado, la oscuridad se hizo torrente, desbarrancada catarata desde arriba y desde abajo en chifletes soplados por negros bocones empetrolados que acicateaban las paredes y aniquilaban muebles, objetos y aniquilaban a los ciudadanos platenses que corrían cuales pescados muertos a direcciones malditas de muertes nunca ni siquiera imaginadas.

Era el diluvio, el antiguo, el bíblico; era el fin de la tranquilidad, la instalación del pánico en una población serena y disciplinada.

La Fundación de Rocha debió ser lacustre.

El apuro político puede más. Ahora, las cañerías por donde debiera correr el agua estaban tapadas. Las vacaciones políticas pueden más.

El apuro y las vacaciones políticas son latrocinio.

Caruso Pertuso vio transcurrir a un vecino inerme; iba raudo sobre el agua negra y aceitosa. Vio salir los paquetes de papel cartón, que en lugar de seguir vía vecino subían, subían cuales bolas de madera que el papel cartón, el cartón papel bien empapados vuelve a su esencia original que es la madera, y las bolas y los cuadraditos se golpeaban arriba y arriba sonando a castañuela sevillana de cante jondo.

El pozo exhaló en zinc y la tapadera, y escapaban los empaquetados dólares castañeteando igual.

Caruso Pertuso voló con pocilga y todo, y sus últimas palabras fueron: “¡Cómo suben los dólares!…”

El tiempo es un triángulo, una trinidad inconmovible por donde los inquietos espacios se llevan todas las cosas, entre ellas al humano.

El tiempo permanece quieto.

Pasó el diluvio. Brotaron cosas de la humedad espacial, poco importantes algunas, como el hecho que Asunta sintió el calor y el sabor de sus sábanas bordadas con Tomasino.

Algunas exclientas del fallecido maestro estilista (según él mismo) buscaron otra peluquería.

Rina no se inundó. Estaba a punto de mudarse cuando decidió ir a peinarse a un atelier cercano. Cuando la dueña le lavó el cabello, el agua se tiñó con los colores del arcoíris; la profesional del pelo opinó que la habían teñido con tinturas viejas de por lo menos dos años o tres atrás.

El barrio de Pochola del Chello no se inundó. Niña Chole cumplió doce y cumplió su vida; esa es la edad crucial de muchos Downs. Desde hacía seis meses permanecía en su camita, cerca de la ventana. De ahí veía venir el otoño, “la lluvia tan fina que no parece que llueve”. Verso de Francisco López Merino, bardo platense “que en pleno día buscó la noche” (se lee al pie de su estatua en El Bosque).

La pequeña vida de Niña Chole fue una lluviecita tenue caída encima de un cantero de tréboles. Antes de volar al universo de los nenes y de los animales fijó la mirada oscura en Pochola: “Ma… ya no tendrás que cargar con este bagayo.” ~

 

 

 

 

Nota: Como psicóloga he tratado a infantes y adolescentes Down durante tres años. Debí dejar esa especialidad por fatiga y devastación psíquica. Durante tres años tuve que hacer el difícil ejercicio de poner la mente en blanco porque estas criaturas leen el pensamiento y contestaban las preguntas antes de oírlas.

Todos los personajes de este relato son ficticios, no así las situaciones.

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(Buenos Aires, 1922) es novelista, cuentista, poeta, traductora y ensayista. En 2007 recibió, a los 85 años, el Premio Nueva Novela Página/12 por su libro Las primas.


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