Czeslaw Milosz

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Milosz y la poesía del mundo
En Irlanda la gente sigue refiriéndose con nostalgia a los celtas y sus diversas errancias y hogares europeos, allá a lo lejos y hace tanto tiempo, por el Danubio; o más cerca y más recientemente, en las Galias de César, en el valle del Ródano; o en la frontera norte de la Bretaña romana, entre las legiones de conscriptos estacionadas ante el muro de Adriano. Hace algunos años, por ejemplo, me sentí así, a lo lejos y hace mucho, al detenerme en el rincón lleno de juncos de unos campos, al lado del viejo campamento romano del muro de Adriano, en Bird Oswald, la Nortumbria. Ese escabroso pedazo de tierra pantanosa me llevó de regreso al húmedo ningún lado que yo conocí en la granja de mi infancia, sitio empapado, desde siempre, de lo que William Wordsworth alguna vez llamó un cierto “sopor visionario”, paraje solitario donde tuve experiencias definitorias cuyo significado nunca supe a ciencia cierta. Y he aquí que cerca de Bird Oswald, éste se me reveló. Según la guía que llevaba, acababa de poner pie en tierras sagradas de la diosa romano-celta Coventina, aquella que se representa una y otra vez en las muchas tablas votivas y los pequeños altares que se encuentran en ese punto y alrededor suyo, con una planta acuática en la mano derecha y, en la izquierda, una jarra desde la cual un río fluye y fluye y fluye sin parar. Y de pronto, era como si el niño católico irlandés de los años cuarenta reconociera que desde un principio había poseído un alma romano-celta; de pie sobre aquellas tierras comunes y corrientes, me alegró saberme hijo antropológico de la diosa Coventina y de Patricio, el misionero cristiano. La parte de mí que había estado apartada de ahí se sintió completamente incluida unos instantes. Fue como si me hubieran llevado a una montaña elevada para mostrarme todos los reinos del mundo, y ver en su centro a un niño que lograba abarcar bastante con la mirada, desde el rincón lodoso de un campo. Vi que mi lugar de pertenencia estaba dentro y más allá de mí mismo, que dentro y fuera de mí había mundo y tiempo suficientes.
     Mientras tanto, en el momento exacto en que el niño se erguía, atónito y con ojos de plato, en el clima gris del Ulster rural de 1942 o 1943, el mundo iba ya de regreso, apacible, clara, lejana y ampliamente, hasta un poeta de la Varsovia ocupada por los nazis, un poeta que muy pronto afirmaría, con justificada confianza, que “Una estrofa clara puede sostener más peso/ Que todo un carretón de prosa elaborada”. Su confianza en la importancia clave de una clara estrofa podía muy bien haberse derivado de “El mundo”, poema que escribía por entonces y que tildaría de naïve por su luminosidad visionaria, su armonía y su belleza ptolemaicas. Una de sus partes lleva el subtítulo “Desde la ventana” y dice así:

Más allá de un campo, un bosque y otro campo,
La expansión del agua, espejo blanco, rutila.
Y las doradas tierras bajas de la tierra
Se bañan en el mar, tulipán hundido a medias.

Este poema es binocular, ve las cosas desde la cima de una elevada montaña y desde el fondo del ojo de un niño. Es como si al contemplar los acontecimientos en el escudo de Eneas, aquellos horrores de la guerra y la catástrofe que eventualmente conducirían a la Pax Romana, el ojo trágico de Virgilio se juntara con otro ojo, se volviera a él y se encarrilara con él rumbo a otra escena; es como si algunos de nuestros ilusos comentadores irlandeses tuvieran razón, y Virgilio fuera en efecto un hombre de procedencia celta, un niño granjero de Mantua que aquí de repente declarara su independencia de las realidades de la historia y el poder, y revelara en cambio su sueño natal de Tír-na-n-og, su tierra de la juventud, vuelta a imaginar ahora, deliberada y desconsoladamente, desde la perspectiva de la corte imperial de Augusto. Como si, en efecto, Milosz estuviera repitiendo la estrategia poética de las Églogas de Virgilio, según la cual el poeta romano contempla la dura realidad social y política de la Italia de Augusto con ojos que alguna vez se hubieran abierto inocentemente ante el mundo infantil de la granja de su padre.
     Esto puede parecer un carretón lleno de prosa demasiado suntuoso en respuesta a aquellas claras estrofas; pero leer a Milosz le da a uno la sensación de estar habitando una región sin límites, e invita ir en busca de comentarios en un lenguaje que responda a esa amplitud. Sin embargo, la analogía de Virgilio, según creo, es algo más que un cumplido ornamental. No pretendo sugerir con ella que Milosz pudiera jamás definirse como un poeta épico, ya que la elegía y la ironía están demasiado cinceladas en su comprensión y en su música subyacente. Pero la imagen de Virgilio venerada en el gran poema en prosa de Hermann Broch acerca de su muerte, la imagen de un hombre que alucina desde el centro del mundo de la Realpolitik, un hombre resplandeciente de memoria aunque ésta se vuelque hacia la profecía, un hombre que ha puesto manos a la obra en los pozos de extracción del lenguaje, a quien otros ven sólo en los pasillos del poder, le cuadra a la imagen del poeta que Milosz ha creado para nuestros tiempos. El apologista antimarxista, el Tomás de Aquino de la Guerra Fría, este Atlas del humanismo cristiano alegará que no es otra cosa que un pequeño jugando en las márgenes del río. Y aun así, sabemos que es un poeta de la provincia que comprende toda la historia y la cultura porque nació y creció en el equivalente antropológico del Siglo de Oro: sobreviviente de la Europa en guerra, veterano intelectual en el exilio en Norteamérica, equivalente en nuestros tiempos de un poeta de la corte en Roma, ha vivido para conocer la decadencia de lo posimperial conforme declina y va cayendo en lo posmoderno. He aquí al niño predestinado que entra al monasterio y se vuelve un sabio, una conciencia a un tiempo de Orfeo y de Tiresias, de Oriente y Occidente, la misma conciencia que se expresa tras su brocado retórico en la primera parte del poema largo titulado “Desde la salida del sol”:

I.Quitar el velo
Sea lo que sea lo que llevo en la mano, un punzón, un
    carrizo, una pluma de ave o un bolígrafo,
Dondequiera que me encuentre, en el tejado de un atrio, en
     una celda de claustro, en un salón ante el retrato de un rey,
Atiendo asuntos que me han encargado en las provincias.
Y comienzo, aunque nadie puede explicar por qué y para qué.
Tal como lo hago ahora, bajo una nube azul oscuro con un
    destello del azabache.
Los servidores están ocupados, lo sé, en habitaciones
    subterráneas,
Haciendo crujir rollos de pergamino, preparando la tinta de
    color y la cera de los sellos.

Esta vez tengo miedo. El odioso discurso rítmico
Que se acicala, por cuenta propia, avanza,
Aunque quisiera detenerlo, con todo y la debilidad febril
Por un resfriado como el que me trajo dolorosas revelaciones
Cuando, viendo la futilidad de mis años ardientes,
Escuché una tormenta del Pacífico golpear contra mi
    ventana.
Pero no, haz de tripas corazón, finge ser valiente hasta el
    final
Por la luz del día y el relinchar del azabache.

Vastos territorios. Cintilantes trenes en la bruma.
Los niños andan a campo abierto, todo es gris más allá de una
    aldea estonia.
Royza, capitán de la caballería. Mowczan. Furiosos
    ventarrones.
Nunca más me arrodillaré en mi pequeño país, junto al río,
Para que lo pétreo en mí se pueda disolver,
Para que nada quede más que mis lágrimas, lágrimas.

Coro:
Esperanza de los viejos,
Nunca mitigada.
Aguardan su momento
De poder y de gloria.
Por un día de comprensión.
Tienen tanto por lograr
En un mes, en un año,
Hasta el final.

Va rodando, como un cielo, bajo el sol de sus islas, en el
    soplo de saladas brisas.
Pasa volando y no, nueva y la misma.
Barcos estrechamente esculpidos, cien remos, en la popa
    un bailarín
Golpea un bastón con otro, agitando las rodillas.
Pagodas sonoras, bestias en redes entretejidas con perlas,
Escaleras escondidas de princesas, esclusas, jardines de
    lirios.
Va rodando, va volando por nuestro lenguaje.

Coro:
Aquel que tuvo una vida corta fácilmente será perdonado.
Aquel que tuvo una larga vida difícilmente será perdonado.
¿Cuándo aparecerá la orilla desde donde al fin veremos
Cómo llegó a ocurrir todo esto y por qué motivo?

Oscura, oscuramente regresan las ciudades.
Los caminos de un joven de veinte años se van ensuciando
    con hojas de arce
Una áspera mañana, va caminando, mirando entre las cercas  
    los jardines
Y los patios, ladra un perro negro y alguien corta leña.
Ahora sobre un puente escucha el balbuceo de un río, el
    resonar de las campanas.
Bajo los pinos de la barranca arenosa, escucha ecos, mira
    la blanca escarcha y la niebla.

¿Cómo llegué a conocer el aroma del humo, de las dalias
    de fines del otoño
En las inclinadas callejuelas de un pueblo de madera
Hace ya tanto, en un milenio visitado en sueños
Lejos de aquí, bajo una luz de la cual no estoy seguro?
¿Acaso yo estaba ahí, acurrucado como un bebé vegetal en
     la semilla,
Convocado mucho antes de que las horas, una tras otra,
     me tocaran?
¿Queda tan poco de esta labor que se extiende hasta la tarde
Que nada nos resta más que el hado hasta su fin?

Bajo la nube azul oscuro con un destello del azabache
Apenas reconozco todo lo que ha sido.
Las ropas de mi nombre caen y desaparecen.
Las estrellas en la amplitud del agua se reducen.
De nuevo el otro, el innombrado, habla por mí.
Y abre casas desvanecientes como de sueño
Para que yo pueda escribir aquí en la desolación
Más allá de la tierra y del mar.Todo lo que en Milosz admiramos, en lo que confiamos y a lo que volvemos una y otra vez se encuentra en estos versos: lo existencialmente urgente y necesario, si bien ponderado y acomodado al orden lúcido de la poesía misma. Todo lo que convocan estas líneas es como una elucidación de su sentido. Logran unir, según la frase de Eliot, “la más antigua y la más civilizada mentalidad”. Podrían bien haber sido emitidos por el Virgilio de Broch, el Adriano de Marguerite Yourcenar o la Anna Livia de James Joyce, pero de hecho los articula alguien que en su niñez conoció (tal como el poema lo revela más adelante) “el aroma del humo, de las dalias de fines del otoño/ en las inclinadas callejuelas de un pueblo de madera/ Hace ya tanto, en un milenio visitado en sueños/ lejos de aquí, bajo una luz de la cual no estoy seguro”.

No obstante, lo que aquí importa no es quién habla, sino lo que el lector escucha, una música que nos impregna como la satisfacción del deseo de Eliot de que el tiempo transitorio se redimiera: “Mira, mira, se desvanecen”. Eliot escribió en los años cuarenta: “los rostros y los sitios,/ con el ser que, como podía, los amaba,/ en otro patrón, se renuevan, se transfiguran”. Lapoesía de Milosz se estira por encima de las fronteras, porque responde a las necesidades profundamente contradictorias experimentadas en el mundo moderno. Reconoce, perdonando la frase, la inestabilidad del sujeto perceptor y revela la conciencia como un paraje de discernimientos y discursos en contienda; y aún así, no vende pases de entrada a la responsabilidad individual, ni admite el hecho de que los valores se sedimenten y ratifiquen culturalmente hablando para negar la necesidad fundamental de los valores mismos. En el autointerrogatorio que Milosz conduce entre los momentos de liberación que su poesía ofrece, lo que hay en él de Derrida se encierra en la celda con lo que hay en él de Solyenitzin, y cada parte padece la fuerza del antagonismo de la otra hasta que el poeta reintegrado resurge y articula una de mis descripciones favoritas de este predicamento intelectual: “Me hallaba atenazado —escribe Milosz en Ámbito natal— entre la contemplación de un punto fijo y el mandato de participar en la historia activamente”.
     El curador del lugar de nacimiento de Shakespeare en Stratford-upon-Avon me contó una vez que había visto un libro de visitantes de principios del siglo XIX, perteneciente a ese lugar, que mostraba la firma de John Keats. Ahí estaba, en la columna que decía Nombre: “John Keats”. Pero en la columna de al lado, que decía Domicilio, él había escrito sólo dos palabras: “Todas partes”. Y a ese respecto, he encontrado una manera de pensar en torno a Milosz y a la poesía universal: sin importar dónde estamos o de dónde venimos, su nombre y su obra nos hacen sentir en casa. Recientemente también, hallé otra imagen para esta respuesta, al leer algo acerca de la ubicación de la imagen del dios Terminus en el Templo de Júpiter, en la antigua Roma. La estatua de este dios de los límites, de las fronteras y confines en su sentido más local y más internacional, se hallaba a la intemperie, en una parte del templo donde el techo era todo un tragaluz, como sugiriendo que si bien a nivel del suelo las fronteras tenían que ser un hecho reconocido, el sueño anhelado era un espacio ilimitado igual al deseo mismo. La poesía de Milosz a un tiempo comprueba y refuerza la convicción de que el niño embelesado por su sueño en las márgenes del río nunca será rebasado por el adulto esclavizado por la necesidad.
     Milosz ocupa un lugar en la poesía universal porque satisface el apetito de seriedad y alegría que despierta la palabra “poesía” en todas las lenguas. Lo que embelesa a sus lectores es la reverberancia y la certeza de su tono. La cadencia también resulta irresistible, la cadencia de una sabiduría que es, contra todas las expectativas, fresca y flexible, siempre tan fresca como el río de Coventina y, sin embargo, muestra una fuerza y opulencia semejantes al cubo de molino que asciende por el vertidor en aquel pueblo de madera medieval.
     Milosz restaura la eternidad del niño a la orilla del agua, e igualmente expresa el pasmo del adulto ante su nombre escrito en la superficie. En celebración de lo cual, de semejante visión y reciedumbre de pensamiento, concluyo con este poema de seis versos, escrito hace más de cuarenta años y dedicado a un poeta lituano, coterráneo suyo, Aleksander Wat, y a su esposa. El título proviene del primer verso: “Lo que alguna vez fue grandioso”:

Lo que alguna vez fue grandioso, ahora parecía pequeño.
Los reinos se desvanecían como el bronce cubierto por la
nieve.

Lo que antes podía golpear, no golpea más.
Las tierras celestiales siguen rodando y brillan.

Echado sobre el césped a la orilla del río,
Como hace tanto, tanto tiempo, lanzo mis barcos de corteza.— Traducción de Pura López Colomé

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