Carlos Montemayor (1947-2010)

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Cuando mi padre ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua, se incorporó al grupo que pretendía sacar a la Academia de su reclusión, con la intención de que dejara de ser un cenáculo excluyente, un viaje permanente al siglo XVII con la guadaña defensora del idioma de Cervantes. Lo que ese grupo quería era que la Academia se acercara a las personas, seres responsables del dinamismo del idioma, mediante cursos, conferencias, exposiciones, y otras actividades que –convengamos– no nos hubieran caído nada mal. Precisamente, uno de los grandes promotores de ese grupo que podríamos calificar de disidente y que, por supuesto, no pudo vencer las inercias del pasado, era Carlos Montemayor.

Personaje renacentista sin lugar a dudas, estudioso especialista del griego y del latín, escritor, luchador comprometido y cantante de ópera, entendió que la preparación humanista era el único camino. Un día confesó que el amor a la música había sido anterior al amor a las letras. “Antes de los nueve años desperté a la música porque vi en mi natal Parral a un minero, que yo quería mucho, tocar una guitarra, y a mí me sorprendió que de sus manos y de todas sus uñas, duras, negras, quebradas, pudiera brotar la música. Desde entonces me quedó claro que uno puede producir música, y para eso uno no debe someterla, sino ayudarla a que brote”. Fue así que estudió primero música y luego letras. Su abuelo paterno tocaba guitarra, salterio y violín. Un hermano de su abuela materna cantó Cavalleria rusticana con Caruso, en México. Un día nos confesó que su tenor favorito era Francesco Merli, el primero que grabó Turandot de Puccini en compañía de Magda Olivero, por su famosa voz robusta y poderosa que avanzaba sobre las melodías como si nadara y se depositaba suavemente en lo seco.

Cuando fui becario del abandonado pero nunca olvidado Centro Mexicano de Escritores, el maestro Alí Chumacero y Carlos Montemayor fueron los tutores de seis jóvenes escritores que pretendían formar parte de ese muro que Martha Domínguez defendía con tanto ahínco. “Uno no debe someterla, sino ayudarla a que brote”: fue ahí que ese sentido de generosidad del maestro Montemayor nos ayudó, con comprensión, pocas veces, y muchas con lujo de violencia, a entender que la literatura no era esa serie de palabras inconexas que pretendíamos que fuera.

Su temprana desaparición es dolorosa por el hueco que deja. Hombre rebelde, valiente, excelente prosista, hombre de vasta cultura y poeta cobijado en la creencia de que “abril es el mes más cruel”. Escritor comprometido, a pesar de saber que en México confundimos con lujo de facilidad las escalas de importancia, ahora sólo nos queda esperar que su obra y su trabajo pesen más que su compromiso. En la línea de Ulises criollo, de José Vasconcelos, e incluso de Martín Luis Guzmán, su novela Guerra en el paraíso es una de las mejores novelas escritas en México.

Hasta luego, maestro, y sobre todo, muchas gracias por la generosidad y la cercanía, características tan escasas en el ambiente literario que nos cobija.

– Carlos Azar

 
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Como escritor, maestro, editor, siempre he sido un gran defensa central. Fanático de la memoria, ama el cine, la música y la cocina de Puebla, el último reducto español en manos de los árabes.


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