-Alejandro Rossi-

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Una tarde de 1978, en Buenos Aires, José Bianco me hablaba de Alejandro Rossi. Ambos teníamos a la vista un número recién publicado de la revista Vuelta, donde se reproducía una de las páginas de El manual del distraído, pues tal era el texto que había suscitado el elogioso comentario de Bianco. El responsable de la redacción durante casi cinco lustros de la revista Sur, “el que nos corregía la puntuación”, como afirmara Borges en otro momento, no perdía la afición ni el ojo para otear las buenas revistas literarias, las mismas que a su parecer representaban el verdadero timón de una cultura. Le complacía reconocer en Vuelta una empresa literaria de méritos indiscutibles. Le complacía asimismo sentirse cercano de aquella propuesta intelectual que había tomado a su cargo un grupo de creadores de primer rango. Uno de ellos era, por cierto, Alejandro Rossi, el autor a quien se refería su elogioso comentario.
     Bianco no era muy dado a hablar de escritores contemporáneos. Por esos mismos días había aparecido en la sucursal argentina de Monte Ávila su colección de ensayos Ficción y realidad, y algunas recensiones del volumen echaban en falta los comentarios sobre autores de la época. Ante un elogio suyo, por tanto, convenía estar lo más atento posible. No se pasan veintitrés años al frente de una de las publicaciones más calificadas del idioma sin heredar esa especie de atención clarividente de la escritura. Y precisamente lo que las palabras de Bianco celebraban en los ensayos del Manual del distraído era ante todo un adueñamiento de estilo, una voz con el acierto de una precisión y de un tono inconfundibles.
     Ahora, al releer las obras que Rossi ha publicado, me apresuro a aclarar que el logro de estilo subrayado por Bianco no debe confundirse, para felicidad de sus lectores, con alguna vaga habilidad de combinar fiorituras verbales ni, mucho menos, de desahogar afectaciones puristas o pedantes. La frase de Rossi siempre tuvo más pensamientos que palabras, hace de la precisión una norma inalterable, va siempre a lo suyo y, aunque está respaldada por muy buen oído, no se distrae con efectos sonoros o de otra índole. Cuando leemos a Rossi no oímos a un profesor de filosofía, ni tampoco a un prestidigitador de erudiciones. Siempre habla desde su tono y, por supuesto, asistido de sus muchos conocimientos, pero el acento de su voz tiene el aire familiar de algo cercano y entrañable. Me atrevería a decir que tiene la cordialidad de Juan de Mairena, la claridad de Rosenblat, la agudeza de Borges; podríamos atribuirle asimismo cierta capacidad asociativa de Paz, pero su nervio es distinto de todos los nombrados. Rossi habla desde una ciudad literaria cosmopolita, aunque nunca distante; accesible sin dejar de ser exigente; amable pero siempre rigurosa. El sentido de urbanidad que circula por sus páginas presupone un estilo sin amaneramientos, así como cierta tolerancia capaz de estimular y de encauzar, para beneficio común, el disenso y la polémica. Una ciudad literaria concebida para despertar al que se interne en sus veredas.
     En las páginas que subrayaba Bianco todo ello se hallaba presente, como asimismo en los relatos que ya desde entonces comenzaban a abrirse espacio en su obra. Más tarde, en las décadas siguientes, se acentuaría cierto giro ya no de forma como de intenciones y motivos. Me refiero a la palpitación venezolana que en los últimos años, y de modo más acentuado en obras como Cartas credenciales, se ha adueñado de su pluma. En una página titulada “Venezuela a la vista”, que data de 1988, Rossi habla de modo directo de su relación y su afecto por nuestra tierra: “He vivido poco en Venezuela, y sin embargo, siempre he estado cerca de ella. Sin duda alguna, mi madre es la razón fundamental.” Nuestro autor revela aquí una de las claves de su personal entonación, esa que le permitiría decir, como alguna vez afirmó Juan Ramón Jiménez: “Yo escribo como mi madre hablaba.” El giro a que me refiero no ha pasado inadvertido para nuestro autor. En otra parte de ese texto puede leerse: “Como escritor me doy cuenta, quizá ya tarde, de que no puedo desperdiciar ese universo de voces, sabores, luces, ritmos y tonos de vidas que son indudablemente míos.”
     El comienzo de su fecunda relación con la literatura, según se lee en la disertación que da título a Cartas credenciales, parte de una escena que se remonta a sus diez años: en una casa caraqueña, el niño recién llegado de Florencia, sentado en una silla mecedora, escucha la lectura que una desdentada Scherezade negra “con una voz baja y vagamente hipnótica” le hace nada menos que de Las mil y una noches. Reparemos en el comentario retrospectivo de esa escena por parte de Rossi: “Me parece que ella se divertía y que le agradaba que yo la escuchara con esa atención de pájaro alerta que reconoce, por primera vez, el silbido de los suyos.” Cabe recordar, de paso, que el niño Vicente Gerbasi, cuando contaba la misma edad que Rossi tenía a su llegada a Caracas, cumple un viaje también significativo para nuestra literatura, pero de sentido inverso: deja el mundo encantado de la apartada aldea donde se habían radicado sus padres italianos y parte hacia Florencia, tras atravesar a lomo de bestias la cumbre de Canoabo y descubrir, todo de una vez, la luz eléctrica, el automóvil, el mar y los trasatlánticos.
     Este giro en los motivos de la escritura de Rossi parece insertarse en una vocación memorística de arraigo más reciente. Así vemos proyectada su intención, por ejemplo, en una nota destinada a celebrar los sesenta años de Jaime García Terrés, donde le recomienda que emprenda la escritura de sus memorias, o bien en ciertas apuntaciones críticas, como cuando, al hablar de José Gaos, observa que “El planteamiento y la explicación de su filosofía exige el estilo autobiográfico”, pues se trata de “una filosofía que ha menester de la autobiografía”, palabras que, no obstante ser destinadas a otro, hallan su propio eco en el autor que las suscribe.
     No es extraño, por tanto, que a cada nuevo giro del prisma de la memoria reaparezcan ahora figuras del pasado venezolano. La muerte de Blanco Fombona en un hotel de Buenos Aires, con su pesada pistola bajo la almohada y las manchas del tinte para las canas; la figura cordial del cumanés Diego Córdoba, acérrimo opositor de la tiranía de Gómez, amigo y corresponsal de José Juan Tablada; el fraternal retrato de Juan Nuño; el abrazo, en fin, dado a Rómulo Gallegos el 23 de enero de 1958 en su casa de la mexicana calle Goethe. “Había euforia personal —comenta Rossi— y una inmensa esperanza histórica. Comenzaba, en efecto, otra Venezuela.”
     Junto al estilista imprescindible y al cordial memorialista, hay que nombrar al pensador que confronta sus ideas y no elude fijar una posición, por difícil que resulte, cuando la causa que se respalda es noble y verdadera. El pensador en la ciudad literaria de Rossi es preferentemente aquel que debate con los demás sus opiniones y trata de asumir la misión que nuestro autor, al hablar de un ilustre colega, resume en una fórmula simple: “Ayudar a que la gente piense.” Se dice rápido y fácil. “Pensar, ¿nos ha sucedido alguna vez?”, pregunta uno de los personajes de Esperando a Godot.
     Hasta aquí el dibujo de Alejandro Rossi que, por breve que sea, quedaría incompleto si no mencionamos su permanente incitación a crear y defender ese espacio de urbanidad literaria que se concreta en revistas y suplementos. Como se sabe, su presencia fue decisiva para esa empresa mayor que supuso la creación por Octavio Paz de las revistas Plural y Vuelta, dos columnas fundamentales erigidas número tras número para dialogar con el pensamiento literario de nuestra lengua. Antes había fundado con Fernando Salmerón la revista Crítica, una lúcida expresión nacida de la confraternidad, según comenta en un texto de 1996. Al interrogarse ahora en qué consistía aquella fraternidad, Rossi no duda en responderse: “En unas cuantas creencias sencillas. Una de ellas es que más valía tocar a Mozart defectuosamente que ejecutar a la perfección un valsecito pueblerino.”
     Me gustaría decir además que siempre he creído que él es un escritor muy cercano a los poetas, no sólo por el acierto auditivo de su prosa, como por el laconismo que gobierna su nervio expresivo, el mismo que tiende a amonedar la expresión en giros inolvidables. Finalmente, vuelvo a su ensayo “Venezuela a la vista”, en cuyas líneas de cierre se leen estas palabras: “Me veo así como una persona que oía detrás de la puerta y que ahora, sin hacer mucho ruido, entra al fin en la sala llena de gente, animado por los gestos invitantes de algunos amigos.” Los invitantes somos todos los que nos hemos congregado para recibirlo. Nuestro amigo se halla aquí esta tarde con nosotros. Bienvenido siempre, querido Alejandro Rossi. –

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(1938-2008) fue un poeta y ensayista venezolano.


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