La realidad resiste, los fantasmas proliferan

Durante décadas, el nacionalismo catalán ha extendido mentiras y manipulaciones. Han faltado políticas de diálogo y una actitud más crítica ante la propaganda soberanista.
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¿Qué está ocurriendo en España? No seré tan ingenuo como para querer contestar esta pregunta, porque apela a diversos análisis, reflexiones y a personas con capacidad para enfrentar un problema tan complejo. Pero sí me atrevo a señalar algunos factores, además de expresar mi alarma ante la facilidad con la que se miente y estamos dispuestos a mentirnos.

Lo que vivimos en Cataluña los días 6 y 7 de septiembre fue un golpe de Estado por parte del gobierno catalán –dirigido por Carles Puigdemont– con la colaboración de la presidenta del Parlament –Carme Forcadell (incumpliendo las normas mismas del Parlament)–, al aprobar un referéndum de independencia vinculante en ausencia de la oposición, y sin discusión. Tras firmarlo, Puigdemont manifestó que, en 48 horas, una vez que ganaran la votación –así fuera por un voto– proclamaría la República independiente de Cataluña. El Tribunal Constitucional –que protege nuestro ordenamiento democrático– dictó la suspensión de dicho referéndum por ilegal, pero el gobierno catalán desoyó dicho dictado porque ya había dejado de reconocer la legitimidad del Estado español.

No hubo manifestaciones de repulsa en Cataluña ni en el resto de España, y las reacciones de los mandatarios europeos, cuando las hubo, fueron muy discretas, salvo la de Emmanuel Macron. Como si no hubiera pasado nada, o casi. Habría que ver, si eso mismo hubiera ocurrido en Francia o en Alemania, cuál hubiera sido la reacción de sus gobernantes y de la comunidad internacional. Como nos temíamos, el día 1 de octubre, a pesar de la disuasión del Gobierno, el gobierno catalán puso urnas (compradas a China, obviamente sin licitación pública, de manera clandestina…) y algunas personas, desde la noche anterior, tomaron los edificios públicos donde se instalaron. Por orden judicial, la policía autonómica, los mossos d’esquadra, tenía la obligación de retirar esas urnas, pero no lo hizo, y dejó esa tarea a la policía y la guardia civil. La astucia política habría aconsejado dejar que los mossos (dirigidos por alguien de trayectoria tan dudosa como Josep Lluís Trapero) cumplieran con su deber o que asumieran las consecuencias. El rigorismo legalista del gobierno de Rajoy (para eso, no para todo), no exento de cierta soberbia de quien se siente con la razón (que la tenía), le llevó, ahora como hace años, a olvidar que está obligado a ejercer también un papel político. No lo hizo.

La policía nacional, intentando cumplir con su obligación, nada agradable, trató de acceder a las urnas, símbolos en este caso de un fraude monumental, antidemocrático, exaltado por una ingenuidad tanto de jóvenes como de mayores que es difícil de calificar, pero que alcanza al autoritarismo, la acción antisistema y el “buenismo”, tan bien aprovechado por los fanáticos y los cínicos del nacionalismo independentista. No es fácil llevar a cabo tal tarea en la totalidad de Cataluña, con unos ciudadanos empeñados en insultar, agredir y tratar de impedir el acceso de los policías a las urnas, convertidas en símbolo de un espíritu democrático pisoteado los días 6 y 7 de septiembre por el gobierno catalán. Un gobierno que había lanzado a las calles su golpe de Estado.

No todas las imágenes que recorrieron España y parte del mundo, repetidas hasta la saciedad, correspondían al 1 de octubre, sino que algunas eran de acciones de los mossos en manifestaciones en Cataluña de años anteriores, contra el president Artur Mas, por ejemplo. Se manipularon imágenes. Pero esto no quita la realidad de algunas intervenciones fuertes, aunque no fáciles de evitar. Los pocos independentistas europeos, algunos de ellos de extrema derecha, se indignaron más que en toda su vida, también alguna prensa, por ejemplo, francesa e italiana. Por lo visto, no ha habido en sus países cargas semejantes en los últimos años. El recuento de “heridos” rápidamente superó los ochocientos, cuando en los atentados de las Ramblas tardaron varios días en saber el número exacto (lo mismo les pasó a los ingleses en el reciente atentado yihadista). El gobierno catalán, igual que había ganado las votaciones desde primeras horas de la mañana, o días antes, ya conocía el número de heridos. En realidad solo hubo cuatro hospitalizaciones, una de ellas de un anciano por un infarto, y que fue atendido por un policía. La mayoría fue atendida in situ, por desvanecimientos, picor de ojos, arañazos, rasguños y cortes. Sin duda es lamentable, pero, como bien se sabe o se debe saber, nadie del Govern fue a visitar a los numerosos heridos a los hospitales. Pocos han mencionado los cuatrocien- tos policías atendidos. Hay que lamentar todos los dañados cuando se llegan a estos extremos. Y no precipitarse en las imágenes.

Nuestro maniqueísmo es viejo y tenaz. Por otro lado, las personas que, sabiendo que se trataba de un referéndum ilegal para segregar el 16 por ciento del territorio de España, tomaron los colegios desde la noche anterior o desde la mañana del día 1, no pueden apelar a la ingenuidad o a la defensa democrática al voto. Afirmar con los ojos en blanco “queremos votar”, señalando a los “fascistas” que lo impiden, es cualquier cosa menos democrático. En España no se ha perseguido ni impedido la libertad de ideas y de expresión (el gobierno legal catalán, hasta el día del golpe, ¡era, con toda legitimidad, republicano e independentista!), solo se ha tratado de impedir, sin éxito –otra torpeza del Gobierno, que no debería ni haber comenzado–, un referéndum ilegal de una radicalidad y consecuencias de enorme gravedad para todos los españoles. No solo es una falta de madurez política de la ciudadanía, sino una temeridad.

No sé si algún día podremos poner en claro el número inmenso de mentiras y manipulaciones que han sucedido en estos días. Y que han provocado reacciones que solo la psicología de masas, y un análisis de la intrahistoria, podría desvelar en alguna medida. Muchos ciudadanos, artistas e intelectuales que no eran independentistas ni estaban a favor del referéndum afirman que tras la intervención de la policía ahora están a favor. ¿Alguien puede entenderlo? Puedo aceptar que digan que lo reprueban, que jamás votarán al gobierno del pp –que debería analizarse y juzgarse– pero ¿cuál es el correlato político que, ante una acción dura de la policía, sin muertos (los mossos sí han matado no hace demasiado tiempo, y fueron absueltos, aunque no se negaron las evidencias) ni apenas heridos de alguna gravedad, que justifica que una parte del Estado, con más de la mitad de sus ciudadanos en contra (la votación arrojó casi un sesenta por ciento de abstención), pueda segregarse? ¿Qué hay ahí detrás? ¿Qué piensa por nosotros para que personas sensatas alcancen tal estado de buenismo descerebrado?

Pase lo que pase en estos días en los que escribo esta reflexión, la realidad a la que apelo seguirá ahí, y por lo tanto la pregunta. Nos han faltado, en estos últimos decenios, pedagogía democrática, políticas de diálogo, y nos han sobrado televisiones públi- cas dedicadas a la propaganda partidista y adiestramiento nacionalista en los colegios.

Nos costará muchos años salir de ese maniqueísmo y descubrir que la Constitución española, que pide a gritos ser reformada –aunque no para introducir una ley de secesión, que no tiene ninguna constitución occidental–, y nuestro sistema democrático son capaces de abarcar nuestra diversidad. Pero cuando una parte de lo diverso se quiere único, los derechos y libertades se quiebran y desmoronan sobre nosotros mismos. Necesitamos no solo diálogo político sino crítica e información, no gritos y propaganda. ~

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(Marbella, 1956) es poeta, crítico literario y director de Cuadernos hispanoamericanos. Su libro más reciente es Octavio Paz. Un camino de convergencias (Fórcola, 2020)


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