Historia oral: Oír voces (y escribirlas)

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Uno se la pasa oyendo voces. Las voces que nos llegan mientras flotamos en el materno líquido amniótico durante nueve meses. Las voces de padres y maestros. La voz del primer y fugaz amor y la voz de los hijos para siempre. La voz detestada del jefe. La impiadosa o consoladora voz propia, y oscura en las noches de insomnio. La voz de ese médico que nos dice “hay algo aquí que no me gusta”. La voz con la que decimos nuestras últimas palabras, seguramente tanto más banales que todas esas más bien dudosas “famosas últimas palabras” de famosos en las últimas y que, en la mayoría de los casos, son fantasías de los testigos de sus muertes. (Ejemplo y paradigma: el “¡Luz! ¡Más luz!” de Johann Wolfgang von Goethe conveniente y trascendentalmente transcrito por sus biógrafos a partir de un tanto más mundano y menos lírico “Abran la segunda persiana para que entre más luz, por favor”.)

Todas esas y tantas otras voces que andan sueltas por ahí en días y tardes y noches en los que (cortesía de la proliferación de mobile phones con audífonos) ya no es signo de locura sino signo de los tiempos el ir hablando solo y agitando los brazos por las calles. El hablar con uno mismo (que los antiguos griegos relacionaron con el hablar en privado con los dioses para recibir instrucciones o desobedecer mandatos; de esta creencia se ocupa el reciente y muy interesante ensayo/investigación/memoir The voices within. The history and science of how we talk to ourselves, del psicólogo y novelista Charles Fernyhough) es ahora hablar con cualquier mortal, cada vez con dicción y elocuencia más distantes y desde más de lejos, muchas más veces y con menos ganas y necesidad real de comunicar algo que cuando los teléfonos no salían de la sala o, en el peor de los casos, del dormitorio.

Pensaba en esto días atrás cuando leía en tándem dos biografías publicadas no hace mucho. La primera se ocupa de un artista que hizo época (David Bowie. A life de Dylan Jones) y la segunda de una época que hizo artistas (Meet me in the bathroom. Rebirth and rock and roll in New York City 2001-2011 de Lizzy Goodman). En ocasiones, los libros se saludan de un escenario a otro insistiendo en uno de los modales clave del movimiento: la adicción a reinventarse una y otra vez para ser alguien o algo, para trascender a su tiempo. En lo formal, ambas tienen algo en común: pertenecen a ese cada vez más funcional y gratificante género que es la biografía oral/coral. Intimidad instantánea, inmersión sin prolegómenos; y tal vez de ahí que en Amazon se ofrezcan varios manuales de uso para aplicar el género a la propia vida y a la de familiares y, seguro, tener graves problemas durante las fiestas findeañeras.

A saber: muchos hablan mucho y alguien graba y toma nota primero y transcribe después. Así, la mareante pero a la vez iluminadora sensación/percepción de estar metido en alguno de aquellos filmes de Robert Altman (quien ha protagonizado una muy buena biografía parlanchina ordenada por Mitchell Zuckoff) o en alguna de estas series de TV de Aaron Sorkin. Y de acuerdo: ahí siguen estando las memoirs imprecisas como las de Bob Dylan o Patti Smith y siempre habrá tiempo para regresar a alguna de esas más tradicionales y exhaustivas investigaciones en plan CSI (en mi caso y en mi biblioteca, el Henry James de Leon Edel, el James Joyce de Richard Ellmann, la Virginia Woolf de Hermione Lee, el Saul Bellow de James Atlas, el Malcolm Lowry de Gordon Bowker, el John Cheever de Blake Bailey y todos esos Hemingway y Fitzgerald a cargo de demasiados). Pero, de tanto en tanto, una buena biografía oral limpia el paladar con las voces de segundos y terceros en discordia y concordia. Y es una pena (o tal vez esto dice algo o mucho de la cautela y el pudor del hispanoparlante) que no abunden muchos especímenes en nuestro idioma. Seguro que me olvido de alguno, pero tan solo me vienen a la memoria ese magno monumento à deux que es el Borges de Adolfo Bioy Casares y la recopilación de testimonios que hizo Patricio Zunini para el breve pero muy nutritivo Fogwill, una memoria coral.

El mundo del rock and roll y del espectáculo y sus alrededores sin frontera, con todas sus locuaces drogas y su sexo rapaz, es especialmente indicado para el desgrane de anécdotas (en mis estantes de aquí al lado tengo panoramas de Seattle y del punk, radiografías de Warren Zevon y The Replacements, de Hunter S. Thompson y de Lester Bangs, y de los programas de televisión Saturday Night Live y Twin Peaks) e indiscreciones a discreción. Allí, de algún modo, todo es muy off pero for the record. Y no es casual que tal vez no la piedra fundante de la percepción/audición moderna del asunto pero sí la joya fundacional tenga por tema y persona a un ícono secundario pero apasionante del Mondo Pop. En 1982 Jean Stein –con edición del ubicuo cult man George Plimpton– publicó el bestseller Edie escuchando la triste saga de Edie Sedgwick: chica rica devenida musa-star descartable de Andy Warhol, la “Just like a woman” de Bob Dylan, la “Femme fatale” de Lou Reed, autodestructora fast-forward y muerta precoz. Antes, Stein había utilizado el procedimiento en otro libro siguiendo las voces al costado de las vías del funeral ferrocarrilero de Robert F. Kennedy. Y en su bellísima juventud había entrevistado a William Faulkner (con quien tuvo un affaire) para The Paris Review. Pero con Edie dio en el blanco y abrió la puerta para que otros salieran a jugar (el propio Plimpton publicó en 1998 Truman Capote. In which various friends, enemies, acquaintances and detractors recall his turbulent career y hasta consiguió su propio coro post mortem George, being George. George Plimpton’s life as told, admired, deplored, and envied by 200 friends, relatives, lovers, acquaintances, rivals–and a few unappreciative observers orquestado por Nelson W. Aldrich, Jr. en 2008). Y el recurso, de tanto en tanto, hasta asoma la cabeza en novelas como Boy wonder de James Robert Baker o Rant de Chuck Palahniuk.

Poco antes de saltar desde lo más alto de un edificio de Manhattan, a principios del año pasado y a sus 83, Stein había ecualizado a un último conjunto de voces en West of Eden. An American place, que será publicado por Anagrama este año. Allí Stein –hija de magnates de la industria del espectáculo de Hollywood– remonta los ascensos y caídas de varias dinastías de Los Ángeles con figuras invitadas del calibre de Joan Didion, Gore Vidal, Arthur Miller y Dennis Hopper soltando sus lenguas.

En una entrevista de 1990 Stein explicó así su modus operandi: “A mí me interesa mucho el efecto de varios mundos diferentes chocando entre sí. Abarcarlo todo. Que cada una de las personas te esté hablando solo a ti en una habitación que contiene multitudes.” The New York Times definió lo suyo como “lo más cerca que jamás estaremos de la verdadera historia de cualquier cosa”.

Tal vez semejante responsabilidad, con el paso del tiempo y la fatiga de materiales, hizo que ese constante clamor acabase ensordeciendo a la millonaria Stein. Y la hundiese en bien documentadas y abismales depresiones hasta que una mañana decidió abrir una ventana de su elegante penthouse en el Upper East Side de Manhattan. ¿Habrá dicho algo Stein en su caída? Me gusta pensar que su última palabra fue: “Silencio.” Y me agrada el que no hubiese nadie cayendo a su lado para dejarla y mentirla por escrito. (Queda, sí, el escueto y muy poco jeansteiniano testimonio del portero del 10 de Gracie Square precisando que “era una persona muy agradable”; no trascendió, en cambio, la opinión de sus hijas –a las que arregló con algunas joyas y primeras ediciones– al enterarse de que casi la totalidad de los 38 millones de dólares de su herencia había sido legada a diferentes fundaciones y al Whitney Museum.) Porque, claro, no hay nada más tentador que asegurar que se oyó algo histórico. Mi ejemplo favorito del síntoma es el de Pancho Villa, quien –aunque acribillado por trece balas dumdum y muerto en el acto– tuvo, dicen, un último aliento para decir: “No me dejen morir así; digan que dije algo.”

Pues eso. ~

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es escritor. En 2019 publicó La parte recordada (Literatura Random House).


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