Doris Lessing, o el feminismo ambiguo

El cuaderno dorado, la obra más célebre de la autora, es un libro osado y complejo, que habla de las mujeres y el compromiso, del sexo y de la decepción.
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Mantengo la creencia de que a algunas muchachas deberían meterlas en la cama, a los catorce años, con un hombre mayor, como una forma de aprendizaje del amor.” Tomemos aisladamente estas declaraciones y tratemos de averiguar quién –qué escritor o intelectual– ha podido sostener esta opinión públicamente. ¿Un hombre? ¿Un hombre mayor, retrógrado, machista? ¿Un pedófilo? ¿El Marqués de Sade, Lewis Carroll, Sánchez Dragó? Nada de eso. Quien afirmó tal cosa –basándose además en su experiencia– fue nada más y nada menos que una de las escritoras fetiche del feminismo en los años sesenta y setenta: la premio Nobel Doris Lessing (1919-2013). Así lo recoge otro premio Nobel, J. M. Coetzee, en su conjunto de ensayos Costas extrañas (Debate, traducción de Pedro Tena, 2004), donde analiza los tres volúmenes de la autobiografía de la escritora, de los que extracta otros fragmentos tan llamativos, díscolos y políticamente incorrectos –tanto en su época como hoy día– como calificar de “movimiento histérico de masas” a la preocupación de finales del XX por el abuso sexual infantil o condenar “el uso de los términos avariciosos y vengadores que se emplean para el divorcio que con tanta frecuencia piden las feministas”.

A un año de que se cumpla el centenario del nacimiento de Lessing, y en pleno auge editorial de una literatura de voluntad decididamente feminista, enfrentarse a la lectura de El cuaderno dorado (1962), su novela más aplaudida, puede resultar desconcertante. El carácter icónico de esta obra la ha convertido en una categoría casi inmutable, tanto que da la impresión de que suele ser más citada –reproduciendo clichés y etiquetas– que leída. Sin embargo, lo verdaderamente interesante es abordar El cuaderno dorado con una mirada desprejuiciada, tratar de ver qué ofrece, medio siglo después de su aparición en Reino Unido, esta peculiar propuesta de tintes posmodernos.

Coincido con Mario Vargas Llosa en el prólogo a la edición española de Círculo de Lectores (trad. de Helena Valentí): si esta novela es feminista, lo es, desde luego, bajo una concepción amarga y ambigua del feminismo. La protagonista Anna Wulf y su amiga Molly son mujeres libres en el sentido de que no dependen económicamente de ningún hombre –ambas están separadas y ambas tienen hijos–, tratan de disfrutar de su sexualidad, tienen profesiones liberales –Anna escribió una novela que fue un éxito y vive de sus derechos de autor; Molly es actriz de teatro– y son reivindicativas políticamente –pertenecen al Partido Comunista, aunque se sienten lejanas de las derivas del estalinismo–. Sin embargo, las dos reconocen su frustración vital y su soledad, ansían el amor “verdadero” de un hombre, no disfrutan del sexo sin compromiso y, una vez que sus hijos se alejan de ellas –de un modo que además sienten como un fracaso, pues la hija de Anna se vuelve una chica convencional y el de Molly queda ciego tras un intento de suicidio– no saben qué hacer con sus vidas, quedando una a expensas de la locura y la otra del aburguesamiento. No son por tanto mujeres fuertes sino, al revés, extremadamente vulnerables. Aunque siempre han luchado para vivir conforme a unos principios de igualdad y libertad, la realidad se les impone y chocan, como moscas tras el cristal, contra unas convenciones que también están fuertemente arraigadas en ellas.

La novela que Anna Wulf escribió narraba el amor entre un piloto inglés y una mujer negra en Rhodesia, una excusa para hablar del colonialismo y el racismo. Sin embargo, su libro fue malinterpretado, convirtiéndose en un éxito comercial al reducirlo a novela sentimental. Algo parecido sucedió con El cuaderno dorado, que se interpretó de manera simplista como un manifiesto de la guerra de sexos. “No fue un toque de clarín en pro de la liberación femenina –dijo al respecto la propia Lessing–. Describía muchas emociones femeninas de agresión, de hostilidad, de resentimiento, las puse en letra de molde […] Lo que unas mujeres dicen a las otras, murmurando en sus cocinas, quejándose o chismorreando, o lo que ponen en claro en su masoquismo, es frecuentemente lo último que dirían en voz alta: un hombre puede oírlas. Si las mujeres son tan cobardes ello se debe a que han estado esclavizadas durante tanto tiempo.”

Leída con la mirada de este siglo, el regusto amargo que transmite El cuaderno dorado es indiscutible, aunque contextualizada en su momento el significado puede ser sustancialmente diferente. Para empezar, el feminismo no es el único tema de la novela y ni siquiera es el principal. Los asuntos políticos –por un lado, la corrupción del ideario comunista tras las purgas estalinistas y los procesos de Praga; por el otro, la caza de brujas del macartismo–, así como los rescoldos del colonialismo, el racismo, la segregación social y la psiquiatría represiva, son también llagas en las que Lessing mete el dedo. Si hubiese que extraer algo común de todos estos temas –dispares aunque relacionados íntimamente– sería la sensación de sueño roto, la decepción y derrota de los ideales. Y esto se aplica igualmente al feminismo: la mujer sueña con ser libre, sueña con deshacerse de sus cadenas y caminar en pie de igualdad con el hombre, pero las diferencias están muy arraigadas y lo cierto –parece decir Lessing– es que las mujeres piensan y sienten diferente y, en ocasiones, suspiran por los mismos hombres a los que odian. La lectura de El cuaderno dorado no es una lectura complaciente y eso lo diferencia de los productos de consumo acríticos que proliferan en la actualidad –una banalización que tiene su máximo exponente en los lemas pseudofeministas de la “fast fashion”–. Señala rasgos cuestionables de las mujeres, aspectos que las configuran como seres imperfectos, culpables a la par que víctimas.

Con todo, es innegable que esta novela fue una osadía sin parangón en la época. Si bien hoy día estamos acostumbrados a leer libros en los que se aborda la sexualidad femenina de forma abierta, a menudo estos intentos de normalización responden a unos deseos de liberación llenos de tópicos y estereotipos, más que al retrato de la cotidianidad. Lessing, en cambio, habla con naturalidad de eyaculación precoz e impotencia, de frigidez, orgasmos vaginales y masturbación, y lo hace sin aura alguna de trasgresión –pues ¿qué trasgresión hay en cosas tan comunes?–, más allá del atrevimiento de nombrarlas para diagnosticar los problemas de insatisfacción de muchas mujeres.

Dos momentos llaman especialmente la atención en el libro –dos momentos que hoy día serían políticamente incorrectos–. Uno es la concepción negativa que tiene Anna de la menstruación en general y de la suya en particular. En un momento en el que hasta la modelo Natalia Vodianova se hace selfies con una compresa para contrarrestar los tabúes de la menstruación, palabras como las de Anna resultan, cuanto menos, sorprendentes: “Cuando Molly me dice, riéndose estrepitosamente, a su manera, ‘tengo el mes’, al instante debo dominar mi desagrado, a pesar de que las dos somos mujeres, y empiezo a pensar en la posibilidad de los malos olores […] Es el único olor que conozco que me desagrada. No me molestan los olores inmediatos de mis propios excrementos, y los del sexo, el sudor, la piel o el pelo me gustan. Pero el olor ligeramente dudoso, esencialmente rancio de la sangre menstrual, lo detesto.”

El otro momento es la descripción de un abuso sexual en el metro: un hombre se pega lascivamente a Anna, lo que le hace sentir mal y humillada. Sin embargo, también piensa que su reacción es desmesurada, fruto posiblemente de la debilidad en la que se encuentra por una ruptura amorosa por la que acaba de pasar: “Esto ocurre cada día, es el vivir en una ciudad…” En definitiva, nos dice: una mujer fuerte y liberada no debería dejarse minar por nimiedades como esa.

Se ha señalado también como un punto conflictivo en la obra de Lessing su oscura visión de la homosexualidad. Anna alquila una habitación de su casa a un chico homosexual porque no es un hombre “de verdad”, con lo que así se evitan los equívocos –de hecho, cuando más adelante la alquile a un hombre “de verdad”, un tipo que alardea de su sexualidad y que la evalúa lascivamente desde el primer encuentro, sí que habrá equívocos, y muchos–. Pero cuando el inquilino trae a su habitación a otro chico –más afeminado, más explícitamente “anormal”, que “se burlaba del amor normal, y a un nivel de mofa vulgar y arrabalera”–, Anna acabará echándolos a ambos.

Que El cuaderno dorado abrió caminos es cierto, aunque también lo es que muchas de sus tesis hoy día nos resulten tan chocantes. No se trata de un manifiesto por la liberación de la mujer, ni da recetas para conseguirla. Como dice Vargas Llosa: “Es una novela sobre las ilusiones perdidas de una clase intelectual que, desde la guerra hasta mediados de los cincuenta, soñó con transformar la sociedad, […] y que terminó dándose cuenta, a la larga, de que todos sus esfuerzos –ingenuos, en algunos casos, y en otros heroicos– no habían servido gran cosa.” Por otro lado, Lessing pensaba que la lucha de la mujer se incardinaba en otra más general y amplia: “El mundo entero se ve sacudido por los cataclismos que estamos atravesando: probablemente cuando salgamos de esta etapa, si lo logramos, las aspiraciones de la liberación femenina se nos aparezcan pequeñísimas y extrañas.”

El mayor logro quizá sea la construcción del personaje de Anna, que se presenta como un ser emotivo a la vez que con un alto nivel de intelectualidad y reflexión –algo raro de encontrar en los personajes femeninos, incluso en los actuales–. Anna sabe que pensar es exponerse a sufrir, y sin embargo, como le confiesa a uno de sus amantes, es el camino por el que apostar:

–¿De qué te ríes?

–De que una vez tuve una maestra, durante mi agitada adolescencia, que me decía: “No discurras, Anna. Deja de discurrir, sal y haz algo.”

–Tal vez tuviera razón.

–La cuestión es que yo no creo que la tuviera. Y no creo que tú la tengas. ~

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Es escritora. Entre sus libros recientes están Cicatriz (2015), Mala letra (2016) y Un incendio invisible (2011, 2017), todos ellos bajo el sello de Anagrama.


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