Foto: Daniela Tarazona Velutini

Semanario simiesco #2: Vivir entre humanos

En la segunda entrega de esta serie dedicada a Toto, el orangután del Zoológico de Chapultepec, un recuento de sus primeros años de vida, creciendo entre humanos en una oficina.
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Lunes 19 de febrero. Son las tres de la tarde. Estoy a punto de hablar con la doctora Claudia Lewy, directora general de zoológicos y vida silvestre de la Ciudad de México. Ella me invitó a conversar acerca de la historia de Toto. Después iremos a verlo, hoy que el zoológico permanece cerrado.

La oficinas tienen grandes imágenes de animales en las paredes y les entra mucha luz por las ventanas. Me siento con Claudia y Juan Manuel Lechuga, coordinador de comunicación social, en una mesa rectangular.

Entonces, me entero de lo siguiente: Toto nació en el zoológico de Chapultepec hace 25 años. Es un híbrido, ya que es hijo de Lizza, nacida en Sumatra y Woody, de Borneo, quienes de manera natural nunca se hubieran reproducido, al habitar en puntos distantes. Ellos llegaron del zoológico de Cincinnati al de Chapultepec, como parte de un intercambio de ejemplares: cebras, una jirafa; “una de las pandas se fue de visita un mes”, me cuenta Claudia. Nacieron cinco crías y murieron tres. Sobrevivieron Jambi y Toto (Jambi murió en 2015 a causa de una infección). Ambos pasaron, aproximadamente, sus primeros cinco años de vida en la misma oficina en la que me encuentro. Durmieron en bambinetos, usaron mamelucos, chupones y pañales, estuvieron en brazos de quienes los cuidaban y, conforme fueron creciendo, hubo que construirles corrales. La madre, Lizza, no tenía habilidades para criar, al haber sido ella, también, criada en un zoológico. “Yo hubiera dicho: que no se crucen [Lizza y Woody]. Si no tengo la opción de tenerlos separados, utilizo algún método contraceptivo, porque ella no está acostumbrada a dar los cuidados maternales”, dice Claudia. 

Me muestra un par de fotografías. En una aparece ella misma, que en aquel tiempo trabajaba en el zoológico como veterinaria, con un tapabocas azul, cargando a Toto. “Esta soy yo, aunque no lo creas, no es la mamá de Toto. Soy yo.” El orangután creció de la mano de los trabajadores y de quien, en aquel tiempo, era la directora: María Elena Hoyo. De ella, afirma Claudia, fue la decisión de que creciera entre los escritorios, entre las personas. 

Esta crianza “tiene una repercusión super importante en la conducta de un animal”, dice Claudia. “este orangután creció entre humanos, sintiéndose humano”. Como Toto creció de esta manera, no desarrolló la fuerza suficiente para trepar árboles. Pero él se encuentra satisfecho al ver personas y vivir en el suelo: “su locomoción es terrestre (…) lo que más le gusta en la vida es el contacto con las personas, sobre todo con las mujeres.” 

Durante el crecimiento, en el periodo de improntación, los animales asimilan los  comportamientos de quienes los crían; tal como Kipling representó con Mogly, que se siente lobo, en El libro de la selva. En el caso de los primates, “con ese grado de inteligencia y tanto tiempo que pasan pegados a la mamá, van a tener un efecto de por vida”, me comenta Claudia.

Hubo un incidente que casi le cuesta heridas a un empleado del zoológico, “el doctor Garza, el siguiente director, consideró que Jambi y Toto se fueran a sus albergues”, es decir, las jaulas del zoológico.

Las funciones de los zoológicos son, sobre todo, la conservación –Claudia me dice que decenas de especies animales se han salvado gracias a programas de reproducción y conservación en los zoológicos del mundo– y la educación. Toto permanece en Chapultepec para garantizar su conservación, y bajo el cuidado humano se le entregan objetos que puedan sustituir a los que ocuparía en otras condiciones. A los orangutanes les gusta mucho cubrirse con grandes hojas, y en sustitución de ellas, se le dio aquella cobija con la que aparece cubierto en las imágenes que acompañan al texto previo de esta serie. “Esa cobija se la di yo”, me cuenta Claudia. “Lo que tienes que hacer para garantizar el bienestar de los animales es darles herramientas para que ellos puedan desplegar sus conductas naturales. A lo mejor no le puedes dar una liana de la selva, pero sí una manguera de bombero”.

 

Es tiempo de ir a ver a Toto. Nos internamos en el zoológico y atravesamos los caminos que nos llevan a él. Llegamos pero no aparece. Esperamos unos minutos y, de pronto, entra haciendo giros sobre el suelo, como un místico sufí. Gira y gira y yo me pregunto por qué lo hace. 

Claudia, Juan Manuel y yo seguimos hablando frente al cristal. Toto no quiere vernos. Permanece con el cuerpo y el rostro en tres cuartos de frente y la mirada disuelta en alguna parte. No nos ignora del todo, voltea de repente, pero parece no estar de buen humor, hoy que es lunes.

Vuelvo a enseñarle mi libreta de colores y, una vez más, parece interesarse en ella.

A unos pasos de donde se encuentra, se prepara ya una nueva jaula de mayor tamaño y con más vegetación, en la que Toto vivirá dentro de un tiempo. Por ahora, recibe entrenamiento para adaptarse a su nuevo espacio.

 

¿Qué otras implicaciones tiene la vida de los animales bajo el cuidado humano? Entre ellas, la oportunidad de repoblar el mundo con ejemplares de laboratorio, cuya resistencia sea considerada ideal para sobrevivir de manera libre. Hay varias especies que han sido criadas en laboratorios y liberadas, que ahora ocupan su hábitat. La elección de los ejemplares que vuelven a la naturaleza la lleva a cabo un equipo de profesionales, entre ellos, genetistas. Se han liberado cóndores, perros de la pradera, hurones de patas negras, borregos cimarrones o lobos mexicanos.

“¿Cómo no va a estar trastornado?”, dijo Claudia, al ver una fotografía en la que aparece uno de los orangutanes con gorrito de cumpleaños, junto a María Elena Hoyo. “Los orangutanes son animales solitarios”, me dijo Claudia. Yo pienso en la paradójica soledad de Toto.

 

El nacimiento, los primeros años de vida de Toto y su presente han sido determinados por la intervención humana. Ahora sólo le resta mirarnos, desde el otro lado del cristal, con sus ojos de monje iluminado.

Me despido de él. “Adiós, cariño”, le digo. Pienso que me entiende y me escucha. Tampoco sé colgarme de los árboles y me cubro con cobijas, en vez de hojas –aunque siempre me acuerdo de King Kong.

 

 

 

 

 

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(Ciudad de México, 1975) es autora, entre otros, de El animal sobre la piedra (Almadía, 2000) y El beso de la liebre (Alfaguara, 2012). En 2022 obtuvo el Premio de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz por su novela más reciente, Isla partida (Almadía, 2021).


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