Fuente: http://oncetv-ipn.net/artes/?p=1009

José Luis Cuevas: narciso criollo

Biografiar a un autobiógrafo es una operación compleja. Biografiar a un autobiógrafo obsesivo y múltiple —plástico, literario, fotográfico, periodístico— es aún más difícil. Biografiar a un autobiógrafo genial que ha ganado a pulso su fama de fantasioso es una operación imposible.
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Biografiar a un autobiógrafo es una operación compleja. Biografiar a un autobiógrafo obsesivo y múltiple —plástico, literario, fotográfico, periodístico— es aún más difícil. Biografiar a un autobiógrafo genial que ha ganado a pulso su fama de fantasioso es una operación imposible. Ha escrito tanto sobre sí mismo que sus textos más recientes pertenecen a un género inédito: la autobiografía de la autobiografía. ¿Cómo abrirme paso en esa selva de anécdotas? Sería ridículo pedirle pruebas, documentos, cartas, archivos, así fuera con el propósito de escribir una breve interpretación. En esto pensaba yo al subir las escaleras hacia el estudio de José Luis Cuevas.

Ya en el altar de Cuevas dedicado a Cuevas, esperando a Cuevas recordé los Cuevas que me han acompañado durante muchos años. En mi estudio cuelga un grabado suyo, especie de cabeza olmeca retorcida, vuelta mueca, enmarcada por un poema de Octavio Paz (“Desde el fondo del tiempo, desde el fondo del niño, cada día, José Luis dibuja nuestra herida”); junto a un teléfono en mi casa tengo unas piruetas gráficas de Cuevas hablando por teléfono; en la oficina, me mira de reojo uno de sus autorretratos nostálgicos: José Luis horrorizado, perplejo, resignado, contempla a José Luis surcado, chupado por las arrugas —gusanos de la muerte. Siempre he admirado su obra que, como la de Orozco, Bacon o Goya, nace de zonas de desastre y guerra. Lo he celebrado como gallito de pelea, como profanador de mitos, como vencedor de Tlatoanis artísticos. Desde aquel happening de la Zona Rosa me pareció un actor extraordinario, plena y gozosamente asumido, un personaje cuya excentricidad es la mejor cura contra el adocenamiento y el disimulo, dos lamentables tradiciones mexicanas. Todo esto es cierto, pero ¿cómo articular una conversación en verdad biográfica con José Luis Cuevas?

Le pido que comience por donde quiera. Sobre un diván, José Luis se concentra en la niñez y la familia. De pronto, para mi sorpresa, percibo una coherencia en la trama y una sinceridad de tono que casi me convencen. Si todo lo que cuenta es verdad, todo lo que cuenta cobra sentido. Ese mismo día, luego de una charla de varias horas, cotejo su narración con las de sus libros autobiográficos y unas cuantas entrevistas. Nueva sorpresa: las piezas biográficas, cuidadosamente dispuestas, no parecen predispuestas. La historia de Jose Luis sugiere más bien —calvinista tácito una idea de predestinación. Si no cabe extraer de ella, propiamente, una biografía a vuela pluma, es verosímil dibujar algo distinto: una variación sobre el autorretrato único y múltiple de Cuevas.

Vivía en el callejón del Triunfo —que le llegaría muy joven—, en los altos de una empresa de la que su abuelo era administrador y que elaboraba los instrumentos vitales con que, cada día, José Luis dibujaría nuestra herida: la fábrica de lápices y papel “El Lápiz el Águila”. En los bajos fondos de Cuautemozin, la vida comenzaba de noche: escándalos, borracheras, balazos, asesinatos alrededor de prostitutas, una atrayente sordidez de zona roja que poblaría para siempre los dibujos de José Luis.

Su padre, hombre severo que aún vive, fue en su tiempo el boxeador Alberto “Caselli” y más tarde aviador militar, Casanova profesional, deportista obsesivo, veterano quizá imaginario de la segunda guerra mundial y modelo a seguir y no seguir por su hijo, José Luis Cuevas, boxeador artístico, viajero insaciable, Casanova real e imaginario, veterano de la guerrilla que derribó —antes del Muro de Berlín la cortina de nopal. Su abuela, Dolores Gómez, probablemente judía sefaradita y, si es así, seguramente conversa, tenía ojos claros y amaba tanto el dibujo que murió serenamente recargada en una mesa, dibujando, prefigurando a su nieto, el “güerito pintor” de ojos claros que ganaría certámenes de dibujo a los seis años y que sería, no el converso, sino el hereje de la religión de la patria y del santoral revolucionario.

Todo confluía hacia el dibujo: además de su abuela, su madre, María Regla Novelo de Cuevas, pintora de naturalezas muertas, paisajes y marinas; el viejo tío Manuel que terminó sus días posando patéticamente desnudo en la Academia de San Carlos, los grabados antiguos de Desandré que colgaban de las paredes de su casa, el autorretrato de Rembrandt y Saskia sonriendo en tiempos felices para que el güerito los copiara. Pero sobre todo, contaba la presencia de los ídolos pictóricos, de Diego Rivera antes que ninguno: famosísimo, reverenciado, mitómano, escandaloso, militante, rodeado de artistas, innovador en su juventud y ortodoxo en su vejez. Cuevas lo vio de niño, acompañando a Vicente Lombardo Toledano, en un mitin de lápices caídos en la fábrica y, más tarde, en La Esmeralda, donde tomó sus primeras clases formales de dibujo. Tiempo después, al visitar el Palacio de Cortés en Cuernavaca, quedaría arrobado ante el caballo blanco de Zapata y convencido para siempre de su vocación: si ser pintor era pintar como Diego y lucir como Diego, de grande quería ser pintor. Pintar monigotes. Como Diego.

Todo confluía hacia el dibujo de lo monstruoso cotidiano. La lectura infantil de la calle y la lectura juvenil del estudio terminaron por hacerse una: los personajes de Dostoyevski y los endemoniados de Cuautemozin, El Médico de locas de Javier de Montepin y los locos de La Castañeda, los niños de Dickens y los oligofrénicos de Nonoalco. Con su hermano Alberto, que estudiaba medicina, José Luis llegó “a las entrañas mismas de los muertos: cercenó cabezas, piernas y brazos, y dibujo desechos”. Ante un cadáver, con el estupor pero sin la gravedad de Manuel Acuña, los dos hermanos discutían sobre filosofía. “Ambos teníamos imaginación literaria y esto nos llevaba a inventar biografías de cadáveres”. Este descenso a los infiernos, esta cacería humana “lápiz en ristre”, se continuaba en los pestilentes callejones del Órgano o del 2 de abril. Pronto descubrió la fascinante región de sus propios hospitales, orfanatorios, manicomios interiores. En la revelación lo ayudaron sus tempranas fiebres reumáticas y un accidente de tránsito que pudo llevarlo a un final como el de James Dean. La literatura autobiográfica comenzó a ofrecerle una vía de expresión complementaria para lo monstruoso cotidiano que cargaba dentro de sí mismo.

Entonces leyó el Jean Christophe de Romain Rolland y, por supuesto, el Ulises Criollo de José Vasconcelos. Allí estaba el mayor filósofo de México, soberbio, insolente, incomprendido, colocando a su persona en el centro de la historia, ostentando sin piedad sus intimidades, sus desgarraduras, sus extrañas relaciones con el poder, el arte y el amor.

Por si faltaran émulos y modelos, sobraban los estímulos, sobre todo cinematográficos. ¿En qué película interpretó Cuevas las siguientes escenas? En la suya propia, seguramente, que nada tenía que envidiar a las que pasaban en el Balmori o el Arcadia. Unas alegres prostitutas de la Colonia Narvarte desnudan a un niño y juguetean con él. Había entrado inocentemente al burdel tripulando como su padre un avión, y había encontrado como su padre a las mujeres perdidas, (disolvencia a) el mismo niño secuestrado varias veces por gitanos (salto de tiempo a) un joven pintor adorado por las mujeres vive un interminable melodrama por capítulos: amasiatos con hijas y madres, suicidio de las amantes celosas de un dibujo, infartos de los esposos celosos del dibujante cotidiana transgresión del onceavo mandamiento: No dibujarás a la mujer de tu prójimo. ¿Cómo integrar, en una sola vida, tantos papeles? Para empezar, con un gran debut: desbancando legítimamente a los ídolos. Si hasta Joe Louis colgó los guantes, ¿por qué no Diego Rivera?

En la pelea del (medio) siglo entre Cuevas y los muralistas no se disputaba sólo el destino de un estilista precoz que había probado el éxito en París y Washington y que ahora se arriesgaba frente a los pesos completos de su país, dueños vitalicios de la conciencia pictórica nacional. Estaba en juego también la posibilidad de que la cultura mexicana se adelantara, se abriera definitivamente al mundo y descubriera sin terror que como México sí hay dos. Es verdad que cuando Cuevas escenificó aquel match, la desmuralización llevaba años de avance silencioso gracias a la obra de Mérida, Tamayo, Soriano, Gerzso, Gironella entre otros. En 1950, Paz había escrito el texto del catálogo de la primera exposición de Tamayo en París: los reyes han muerto, viva el rey. Pero es “La cortina de nopal” de Cuevas (publicada en 1956 por el eterno buen ojo de ese extraordinario empresario cultural que ha sido Fernando Benítez) la que acabó con el cuadro. Su crítica, a un tiempo fundamentada y virulenta, encaraba a los maestros y, sobre todo, a sus demagógicos discípulos, en su propio terreno: el foro público. Contra el dictum del Coronelazo de que “No hay más ruta que la nuestra” y con los mismos, eficaces métodos publicitarios de Diego, Cuevas opuso un auténtico “pronunciamiento” en el sentido de nuestro siglo XIX, un manifiesto de lucha por el poder bajo la consigna inversa: “quiero en el arte de mi país anchas carreteras que nos lleven al resto del mundo, no pequeños caminos vecinales que conecten sólo aldeas. Tirar “la cortina de nopal” significaba militar: “contra ese México ramplón, limitado, provincianamente nacionalista, reducido a su alcance, temeroso de lo extranjero por inseguro de sí mismo”.

Contra ese México se pronunció Cuevas y por otro México. “El México universal y eterno que se abre al mundo sin perder sus esencias”. Su método de representar al país era indirecto: operaba justamente a través de lo universal y eterno que se da en México como el dolor humano y no a partir de unas supuestas esencias inmutables. Sólo así, pintando carniceros, obispos, locos, pordioseros, enanos, gigantes, beatas, flagelados, como Orozco pintaba las orgías de muerte en la revolución, se podía encontrar el dolor mexicano. Cuevas no refleja la realidad social inmediata sino su dimensión íntima, que en el caso mexicano suele ser sombría. En el tono, en la oscuridad, en el “trágico quietismo” de sus figuras, Cuevas revela, recrea una veta esencial mexicana. “Nací en un país con un alto índice de personalidad”, escribió alguna vez. Por ello mismo, no había necesidad de subrayar externamente esa condición, tampoco defenderla y, menos aún usarla como había hecho, hasta la saciedad caricaturesca, la escuela mexicana de pintura.

Aunque la querella entre la cultura libre y la cultura “comprometida” y doctrinaria no ha concluido del todo el nacionalismo ramplón y otros ismos no menos “defensivos, limitantes, soeces, dañinos, baratos”, como diría Cuevas, siguen a la orden del día lo cierto es que aquel mitote duró sólo unos años. Cuevas triunfo de inmediato en las mejores conciencias, pero no en el gusto público adocenado. En el extranjero se sucedieron en cascada las exposiciones, los premios, las publicaciones y reconocimientos. Cuevas triunfaba en Latinoamérica, Europa y Estados Unidos pero en México, como ocurre con frecuencia, era insultado y a veces ninguneado. Ante las burlas y el escarnio, Cuevas se mantuvo:

Que sigan los haces de leños ardidos, los costales y los toneles de cemento untándose irreflexiblemente en lienzos y cartones en una orgía de chorreos y de incitaciones al tacto en que se manifiesta todo un vacío espiritual. Sigo miope, muy miope, ante estas irreflexivas costras y esas intrascendentes superficies. Que los críticos y los historiadores del futuro digan, en fin de cuentas, lo que yo, como creador, oteo en lontananza. (Julio de 1960.)

Lontananza llegó casi al día siguiente. La Revolución Mexicana, al cumplir cincuenta años, pareció más ojerosa que nunca frente a otras revoluciones jóvenes. En los ámbitos más variados de la vida artística e intelectual, la generación de Cuevas imponía su temple crítico sobre toda la cultura anterior. Alguna afortunada conjunción astrológica había operado sobre el país entre los años 1930 y 1934, porque varios escritores, artistas, pintores nacidos en esa zona de fechas transformarían treinta años más tarde la cultura mexicana imprimiendo en ella un rigor, una exigencia, una universalidad de técnicas y temas que sólo la generación de los Contemporáneos y la soledad de Octavio Paz, Tamayo o Soriano habrían asumido. A esta doble circunstancia la muerte en vida de la revolución y el ascenso de un numeroso grupo cultural, cosmopolita y crítico se aunó muy pronto otra conjunción de los tiempos favorable al pleno reconocimiento de Cuevas: la moda “contestataria” mundial. Los nuevos rebeldes con causa reconocían en Cuevas un rebelde precursor de su misma causa: la revolución viva contra la revolución petrificada.

Lo cierto es que su rebeldía personal no tenía que ver con ningún afán de revolución. En el sombrío universo de Cuevas no caben las utopías; caben, si acaso, los escombros que dejan a su paso las utopías. Caben, eso sí, atisbos de generosidad y ternura. Luego de la victoria, declaró sin ironía, con objetividad: “El muralismo ha sido un tesoro de nacionalismo mexicano”. Hubiera abrazado a Orozco, “el más genuino transmisor de una fuerza cultural que nadie antes que él había sabido ver con tanta profundidad, con tal solidez”; a Diego, de quien admiraba en el fondo “la dulzura de trazo, la escritura propia y el concepto personal”. Hubiera conversado con ambos como hizo con Siqueiros, “el gran pintor reconocía en 1967 capaz de asimilar el sentido monolítico, grave, austero del pasado azteca”. Había sido una pelea limpia entre la ruptura y la academia. La decisión unánime a favor de la primera no establecía una nueva hegemonía cultural sino una liberación, una apertura en que los muralistas tenían, no un sitio único: un sitio justo.

Luego de derrocar a la dictadura artística era natural que Cuevas intentara desafiar a la otra dictadura, la de verdad, la perfecta. Su prédica valerosa, el día siguiente de Tlatelolco, se adelantó en muchos sentidos a su época, prefiguro la nuestra. La izquierda independiente desde la que Cuevas hablaba no veía con claridad la necesidad de la democracia. Prefería la revolución. Cuevas, en cambio, entendió que la verdadera revolución ante la “larga servidumbre” política y moral del país era y es la democracia: “Mi intervención destinada a una derrota a corto plazo puede convertirse en una victoria del pueblo mexicano a largo plazo… Mi lucha es un comienzo… Es cuestión de que la gente despierte de una intoxicación que se ha prolongado 40 años.”

Ya lo decía Marx: la historia se repite como caricatura. En 1929 un “Nopalito” atropelló al Ulises Criollo; cuarenta años más tarde, un locutor robó los votos del narciso mestizo. Para la vida parlamentaria mexicana fue una lástima que el candidato independiente no alcanzara su curul. Hubiera removido cien años de polilla y dibujado una fauna no menos monstruosa que la de sus escenarios de juventud. Con todo, también aquí su obra queda. Algún día se le reconocerá como moderno Posada del antiguo fraude electoral. Con los carteles políticos que dibujó entonces representando las formas grotescas de nuestro arcaísmo político podría organizarse ahora mismo un happening electoral: no han envejecido.

En este sentido, fue una lástima que ya en los setenta, como hombre público Cuevas apostara y apostara mal. No había tal dilema: entre el Presidente y el fascismo había varias alternativas que José Luis, como otros miembros mayores de su generación, no supo ver. Esto los colocó en una situación paradójica: la generación de la ruptura, la del temple crítico, irreverente, irónico entregaba sus armas específicas al poder que decía representar la ruptura “desde adentro”, pero que no buscaba más que una recomposición aún más rígida y monolítica.

Todo aquel episodio, finalmente tangencial en su vida, desdibujó su credibilidad en la política pero de alguna forma lo salvó para el arte. Como Vasconcelos, a quien desde joven admira “enormemente” enorme es una palabra que José Luis usa con naturalidad enorme, Cuevas se exiló por un tiempo, continuó su guerra contra México (“la noche de México es oscura y yo no he dejado nunca de ser desdichado en este país de tinieblas”) y convirtió más decididamente a su persona en el tema central de su obra. Enfermo de enfermedad, sintió la muerte y la resurrección, salió al mundo dando voces y se enconchó silenciosamente en su cama, pero en esa metamorfosis de sus cuarenta años su impulso no cedió, siguió escarbando en las deformidades de todos y, cada vez más, en las suyas propias: Narciso que se mira en el agua turbia de nuestras comunes monstruosidades.

Un día en la vida de José Luis Cuevas concentra quizá todos los anteriores, como aquel febril 27 de abril de 1981 en Barcelona, cuando aceptó el desafío de liarse a golpes de lápiz con 105 papeles de las más variadas texturas y colores. En su cuarto de hotel, escenificó un happening de Cuevas y la pintura universal. Con mano automática dibujó con pluma, con lápiz, a la acuarela, 105 “autorretratos con modelo”, un trazo esbelto a la Modigliani, un claroscuro a la Rembrandt, un guiño de Casanova, la cabeza de Ingres, la pipa de Cézanne. Ecos pictóricos, literarios y, tras ellos, ecos de remotas vivisecciones ejercidas ahora sobre dos temas obsesivos, gigantescos, enormes: la mujer y Cuevas. Ellas son libres en infinitas posturas, él permanece quieto y casi siempre es el mismo. Ellas son gráciles, voluptuosas, desenfadadas, pensativas, absortas, indiferentes, incitantes, enloquecidas, místicas, melancólicas, yertas, lúdicas… Él las mira de lejos, como si estuvieran tendidas en un quirófano. Las deja ser y obtiene de ellas una radiografía en que se aprecian las nervaduras de la vida. Su propia figura, en cambio, permanece encorvada e inmóvil. En su mirada hay piedad, resignación, casi nunca curiosidad, a veces el asomo de una sonrisa, pero sobre todo tristeza. Los ojos despiertos, los labios siempre apretados, como a punto del aullido. Es el Cuevas íntimo, el papirómano para quien el papel es una adicción y el dibujo un método contra la locura.

¿Cómo conciliar a este artista, que se esfuerza en detener el reloj de su rostro representándolo a cada instante, con el Cuevas público, el que paradójicamente reencarna la teatralidad de Siqueiros y Rivera, el que conocen los meseros y los taxistas, las ficheras y los policías? Son el mismo. El Cuevas íntimo, callado, encerrado en sus dibujos, es el extremo equidistante del que no puede mantener la boca cerrada, del que se pone la máscara de la alegría y la frivolidad, del que colocaría una marquesina en la puerta de su casa. Alarido y alharaca brotan de sus labios apretados. Hay un misterioso parentesco entre sus autorretratos y ciertas figuras de códices aztecas, sobre todo cuando de perfil mira a su pareja, a sí mismo desdoblado o al vacío. Es el Cuevas íntimo que insaciablemente y sin esperanza, “desde el fondo del tiempo, desde el fondo del niño, cada día, dibuja nuestra herida”.

Vuelta, núm. 186

*Este texto se publicó también en el volumen Museo José Luis Cuevas, México, Fondo de Cultura Económica, 1992.

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Historiador, ensayista y editor mexicano, director de Letras Libres y de Editorial Clío.


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